Leah Patroklou. Octubre 2054. Chipre
Una bocanada de calor nos golpeó sin previo aviso al entrar en la pasarela de embarque que comunicaba nuestro avión con el aeropuerto de Anamur. Sin apenas reparar en ello, Ioannis y yo avanzamos hacia la terminal con una obvia dificultad para contener nuestras emociones. Luchábamos por no dejarnos llevar por el familiar entusiasmo que tantas veces había acompañado a una mudanza y que siempre había acabado en desengaño, pero en el fondo éramos conscientes de que esta vez era distinto. Todo eran miradas furtivas y sonrisas nerviosas, como una pareja de niños tímidos que entran en un parque de atracciones por primera vez. Por momentos olvidamos que teníamos a nuestro propio niño, algo que él mismo se encargó de recordarnos con otra de sus innumerables preguntas.
—Papá, ahora que hemos llegado a Chipre y aquí no somos pobres, ¿podemos tomarnos un helado?
Me alegré de que, por una vez, la pregunta fuera dirigida a mi marido. Con la excusa de que yo era la psicóloga, siempre me tocaba a mí responder las cuestiones más comprometidas.
—No te impacientes, Chris. Todavía estamos en Anamur, y no sé si aquí tendrán helados. De momento, debemos recoger las maletas y pasar por el Banco Puente. En cuanto terminemos, te prometo que buscaremos una tienda.
—¡Pero yo pensé que ya estábamos en Chipre! Dijiste que aquí tendríamos todo lo que deseáramos y que todo sería gratis…
Gratis. Probablemente Ioannis no había usado la palabra más adecuada.
La situación de Chipre, y en concreto la de Anamur, no era muy difícil de entender, pero la falta de precedentes históricos llenaba a la gente de curiosidad y muchos no terminaban de creérselo hasta verlo con sus propios ojos. ¿Cómo explicárselo a un niño de seis años?
Todo empezó cuando Chipre se autoproclamó una EBR. Una Economía Basada en Recursos. Esto ocurrió a finales de 2045, justo cuando la economía mundial trataba de recuperarse tras el histórico anuncio del Fondo Monetario Internacional.
El FMI, tras llevar a cabo la mayor auditoría de deuda internacional hasta la fecha, decidió que la única manera de poner fin a la Larga Depresión, la crisis que afectaba a gran parte del mundo desarrollado desde hacía décadas, era a través de la implantación del denominado Plan Stark.
Mediante este plan, imponían una serie de controvertidas medidas, entre las que destacaba la progresiva cancelación de la deuda internacional considerada ilegítima, siempre según su criterio. Obviamente, muchos países y corporaciones se vieron afectados negativamente por esta decisión, pero nada parecía detener a los auditores del Plan Stark, que se veían amparados por el derecho internacional. ¿Quiénes eran estos auditores y en qué momento llegaron a alcanzar tal nivel de poder? La nula transparencia que les rodeaba no hacía más que alimentar los rumores sobre una trama de corrupción a nivel internacional.
Sea como fuere, el Plan Stark se llevó a cabo durante gran parte de la década de 2040, enriqueciendo a unos y empobreciendo a otros, pero sin solucionar el gran problema al que estaba destinado. La Larga Depresión no hizo más que acentuarse en los años posteriores.
Chipre fue uno de los grandes beneficiados por el Plan Stark. El gasto tras los años de posguerra había catapultado su deuda exterior hasta niveles insospechados y, por alguna razón, los auditores del FMI decidieron que una gran parte de esta deuda no debería ser abonada.
Los demás países europeos, por lo general, no tuvieron tanta suerte. Hundidos por la crisis, comenzaron a abandonar el Euro para poder controlar su propia política monetaria. Y fue entonces cuando Chipre dio la campanada.
No, dijeron, nosotros tenemos una idea mejor. Vamos a llevar este plan más allá y cancelar también las deudas nacionales. De hecho, vamos a eliminar por completo el sistema monetario. Nuestra economía se va a basar en recursos.
—¿Alguien nos podría aclarar de qué recursos están hablando? —habría preguntado probablemente la Unión Europea con sorna.
—Oh, ¿no eran ustedes los que nos criticaban todos estos años por nuestros proyectos faraónicos? —habría respondido el enjuto presidente chipriota Panos Kana, seguramente haciendo pocos esfuerzos para contener su sonrisa de satisfacción.
—Cierto, ¿se refiere a esas estrafalarias viviendas de dudoso gusto arquitectónico que están levantando en medio de la llanura de Mesaoria? ¿O a la construcción de ese desproporcionado aeropuerto en Anamur? ¿O a la estupidez de adquirir los inútiles terrenos inundados del norte de Egipto? Creo que podríamos seguir con una larga lista.
—Esos terrenos nos han costado menos que las máquinas de café de sus opulentos edificios en Bruselas. Y en cuanto a lo de inútiles, bueno, depende de para qué sean utilizados. Aquella superficie recibe una radiación solar inalcanzable en muchos otros puntos del planeta. Nuestra nueva central termosolar, con sus colectores cilíndrico-parabólicos que pueden alcanzar los 5.000 MW, empezará a funcionar enseguida, abasteciendo de energía a… nuestras viviendas de dudoso gusto arquitectónico. Así es como les gusta llamar a Galatea, nuestra nueva capital, ¿verdad?
—¡5.000 MW! Supongo que está de broma. ¿Y qué significa eso de su nueva capital?
—Siéntese, querida Unión Europea. Está usted a punto de ver algo muy interesante.
La UE se sentó, y en efecto, vio algo muy interesante. Y el resto del mundo también. Fue el nacimiento de la primera EBR de la historia.
Nueve años después, mi familia y yo llegábamos al aeropuerto de Anamur con nuestra expectación por las nubes. Chipre era ya el país europeo más… ¿rico?
No, esa no era una definición acertada.
La pequeña región de Anamur había pasado a pertenecer a Chipre después de la guerra turco-chipriota como parte del Acuerdo de Antalya, que la comunidad internacional había obligado a los dos países a firmar en 2030. Chipre salió fortalecido de ese acuerdo, recuperando sus legítimos territorios insulares más el pequeño terreno estratégico de Anamur, en la costa más cercana de Turquía. Fue una especie de compensación por todas las miserias que el pequeño e indefenso país tuvo que pasar durante aquellos últimos años sin que nadie moviese un dedo.
Sin Anamur, el nuevo sistema económico de Chipre nunca se habría podido llevar a cabo sin un completo aislamiento de los demás países. Esta antigua región turca funcionaba de puente entre el resto del mundo y Chipre, entre el capitalismo y la Economía Basada en Recursos, entre la pobreza y la abundancia. Incluso algunos se atrevían a decir entre el viejo mundo y el nuevo mundo.
Mientras caminábamos hacia la zona de recogida de equipaje, y ante la insistencia de Chris por conseguir su helado, decidí tomar yo las riendas de la explicación.
—Chris, ¿te acuerdas cuando Papá consiguió un trabajo en San Francisco y una comunidad hippie nos ofreció alojamiento durante unos días? —Al ver su mirada expectante, continué—. Imagínate otra comunidad hippie en una isla del Mediterráneo. Todos trabajan para el grupo: en el campo, en la construcción, pescando… No necesitan dinero porque tienen todo lo que necesitan en el momento que lo necesitan.
—¿También están casi todos enfermos? —me contestó mientras los recuerdos le ensombrecían la expresión.
—No, Chris, ellos están sanos y son muy felices. Pero tienen un problema: muchos de sus amigos y familiares viven en Europa. Y Europa no es como la comunidad hippie, sino que funciona con dinero. ¿Cómo van a hacer para visitarse unos a otros? Si los abuelos hippies van a Berlín, no van a tener dinero para pagar los helados de sus nietos. Y al contrario, si mi amigo de Londres viene a visitarme unos días a la isla, su dinero no valdrá para nada.
—¿Entonces no se pueden visitar?
—Sí que pueden, todo gracias a una idea que tuvieron los hippies: decidieron construir un banco.
—¿Un banco en una isla sin dinero?
—Exactamente. Y ese banco es la única manera de entrar y salir de la isla. Cada vez que un visitante viene, paga una cantidad de dinero por cada día que va a pasar en la isla.
—¿Y para que querrían ese dinero los hippies?
—Piensa un poco, seguro que lo adivinas.
—¿Para viajar a Europa? —contestó esta vez Ioannis, intentando echar una mano a Chris.
—¡Eso es! —contesté.
—Pero eso significa una cosa, Mamá. Si no viene nadie a la isla, no hay dinero para que los hippies salgan de ella. —dijo Chris con una cara de preocupación que le hacía parecer más inocente todavía.
—Lo has entendido perfectamente. Eso motivará a los hippies a mantener la isla cuidada para que los visitantes y turistas quieran venir.
—¿Chipre es la isla de los hippies?
—Si, podríamos decir que si, aunque no son como los hippies que tú conoces.
—¿Y dónde está su banco?
—Estamos en él, Chris. Anamur es su banco. Y en los bancos ni se venden ni se regalan helados.
Con un aire pensativo, se dio por satisfecho y decidió que podía esperar.
El aeropuerto de Anamur se encontraba a rebosar de gente, muchos de ellos aparentemente turistas, pero sin duda la mayoría inmigrantes que, al igual que nosotros, no habían dudado en aprovecharse de la apertura de la EBR de Chipre a la inmigración controlada.
Para aquellos a los que todavía no nos habían implantado el CNI, el Chip Nacional de Identidad, salir de la terminal no era tan fácil. Además del control del pasaporte físico, teníamos otra parada obligatoria en el Banco Puente.
Los turistas únicamente debían pagar la cantidad correspondiente a la duración de su estancia en el país. Pero nosotros, al ser inmigrantes, debíamos comprometernos a deshacernos de todos nuestros ahorros. La ley chipriota prohibía ser titular de una cuenta bancaria en el extranjero.
Con una mezcla de excitación e inseguridad, nos desprendimos de nuestros últimos dólares americanos.
Una vez fuera del Banco Puente, pasamos a la terminal local y nos pusimos a la cola para embarcar en el próximo avión a Lárnaca.
Para nuestra sorpresa, Chris encontró allí su ansiada tienda de helados.
—Mis sabores favoritos son chocolate, mandarina y almendra —le dijo al encargado de la tienda, un hombre que debía haberse ganado su sitio en el cielo tras aguantar día tras día hordas y hordas de turistas ansiosos de productos gratuitos.
—No hay problema, campeón. Tenemos todos los sabores que te puedas imaginar.
Nos habían aconsejado sentarnos en el lado izquierdo del avión para poder admirar desde el aire la originalidad de la arquitectura de Galatea, una extensa e imponente metrópoli de forma circular que se alzaba solitariamente en el centro de la llanura de Mesaoria. Por desgracia, todos los viajeros parecieron pensar lo mismo, y tuvimos que conformarnos con sentarnos al otro lado. La verdad es que tampoco podíamos quejarnos, ya que el lado oeste de la isla también era espectacular. Tras la impresionante cordillera de Troodos, pudimos localizar las ruinas de las antiguas ciudades de Pafos y Limasol, ambas bañadas por las sugerentes aguas color turquesa del Mediterráneo.
Tras apenas veinte minutos de vuelo, aterrizamos en el aeropuerto de Lárnaca, al sur de la isla. Nuestro nerviosismo comenzaba a ser difícil de contener. Estábamos a punto de llegar al lugar donde íbamos a pasar, probablemente, el resto de nuestras vidas. El lugar del que no habíamos dejado de oír hablar en los últimos nueve años. No podía esperar a verlo todo con mis propios ojos.
Aquellas viviendas que habían comenzado a construirse antes de la conversión en una EBR no eran más que el comienzo del proyecto que se convertiría en la piedra angular del sistema chipriota: Galatea, la primera ciudad del mundo abastecida completamente por energías renovables y la capital de la primera Economía Basada en Recursos de la historia.
Al salir de la terminal, un guía estaba esperándonos. Soterios, un corpulento chaval con una densa mata de pelo negro y mejillas castigadas por el acné, tendría dieciocho años como mucho. Me sorprendió que un guía fuese tan joven, pero entonces recordé que el sistema educativo de Chipre era bastante distinto del nuestro. Los alumnos terminaban el colegio a los dieciséis años para pasar a desempeñar puestos básicos en el mercado laboral. Este periodo era conocido como Rutina, y servía como iniciación a la vida profesional. Más adelante, eran los propios jóvenes los que decidían si querían seguir trabajando como rutinarios o preferían prepararse para puestos de mayor responsabilidad.
Una vez sentados en el tren que nos llevaría a la ciudad, Soterios nos enseñó un mapa de la red ferroviaria del país. Se trataba de un circuito que daba la vuelta a la isla, con diez paradas en las ciudades o puntos más importantes.
—Pensé que Galatea era el único núcleo urbano habitado del país —pregunté confundida—. ¿Aún queda gente viviendo en el resto de ciudades? ¿O son solo zonas turísticas?
—Es una buena pregunta —contestó Soterios con entusiasmo—. Galatea es la única ciudad oficial de la EBR. Allí están registrados todos los habitantes del país, y es la única ciudad con suministros de agua, electricidad o internet. Pero cuando el Gobierno de Panos Kana construyó Galatea, no podíamos destruir las antiguas ciudades de la noche a la mañana. Es cierto que la mayoría estaba en ruinas de todas formas, pero muchos ciudadanos tenían apego a sus viviendas y estaban en su pleno derecho de mantenerlas. Por ello, no se obligó a nadie a dejar sus hogares. Cada familia fue asignada una nueva vivienda en Galatea, y ellos fueron libres de mudarse cuando quisieran. La mayoría decidió mudarse, especialmente después del corte de suministros, pero todavía quedan algunas familias que han preferido quedarse en sus antiguos hogares, especialmente en la costa. La temperatura no es un problema, y se han acostumbrado a la falta de electricidad. Su única preocupación es la falta de agua, ya que las plantas desalinizadoras solo abastecen a Galatea. Si alguien vive fuera, debe viajar a la ciudad o a una de las plantas para conseguir agua.
—¿No pueden beber el agua de la lluvia? —preguntó Chris inocentemente.
Soterios escondió los labios en una mueca de decepción y respondió con cierta amargura.
—Hace tiempo que apenas sabemos lo que es la lluvia en Chipre. Nuestras condiciones no son muy diferentes del árido clima que está arrasando Egipto, Siria o Israel. Pero tenemos la suerte de ser más pequeños y estar más preparados. Y, sobre todo, tenemos la suerte de tener a Panos Kana.
—Si no es indiscreción, ¿qué te parece todo lo que ha hecho Kana por Chipre, Soterios? —preguntó esta vez Ioannis, que hasta ahora había permanecido callado.
—El señor Kana es sin duda uno de los personajes de este siglo a nivel mundial. Acuérdense de lo que les digo cuando el modelo de Chipre empiece a ser copiado por otros países y Kana pase a formar parte de la historia como el precursor de una nueva forma de vida en la Tierra. Los libros que escribió con Deligiannis serán de lectura obligada y compartirán carpeta con otros grandes genios de la historia.
—Hacía tiempo que no veía ningún país tan contento con su líder. Tengo la sensación de que la mayoría de la gente comparte tu opinión, ¿no es así?
—Ahora mismo nadie osaría cuestionarle… pero no siempre ha sido así. Cuando Kana subió al poder tras la guerra, su gran reto fue la reconstrucción del país. Sus primeras decisiones fueron bastante polémicas. Pese a que la mitad de la población luchaba por encontrar algo que llevarse a la boca, él decidió invertir en grandes proyectos como las plantas desalinizadoras o el aeropuerto de Anamur. Nadie parecía entender sus intenciones, pero Kana era un hombre cercano al pueblo que nunca se escondía ni eludía las preguntas de los ciudadanos. Al cabo de unos meses, todo el país se sabía su discurso de memoria. Los chipriotas pensaban que necesitaban escuchar mensajes de optimismo, y sin embargo allí estaba Kana diciéndoles lo miserable de la situación del país: la precaria economía, la falta de ayuda internacional, las sequias que se avecinaban… Pero también les dijo que había una solución, y que ésta se encontraba en las manos de todos y cada uno de ellos. Desde el primer ejecutivo de una multinacional hasta el último barrendero, todos tendrían que hacer un gran esfuerzo para salvar al país. Incluso se las arregló para animar a los cientos de miles de parados a salir a la calle y ayudar en trabajos varios sin remunerar. A cambio, les daba carisma, transparencia y honestidad. Y sobre todo, era un gran trabajador. Dicen los rumores que podía llegar a trabajar veinte horas diarias. No era raro verle pasearse los domingos por la ciudad en busca de cosas que hacer. A veces se dirigía a una construcción cualquiera, pedía un casco y se ponía a las órdenes del jefe de obra.
—Madre mía, Leah, ¡casi como nuestro presidente! —dijo Ioannis sarcásticamente.
—Además, era increíblemente estricto en sus medidas anti-corrupción —prosiguió Soterios, que parecía disfrutar enormemente de la oportunidad de presumir del éxito de su país delante de unos estadounidenses recién llegados con el rabo entre las piernas—. Cuando el periódico local inició unos rumores de que el tesorero de su partido estaba involucrado en un escándalo de dinero negro junto con un grupo de empresas rusas, preparó una investigación de proporciones colosales para descubrir la verdad. Y cuando los culpables fueron descubiertos, no dudó hacer todo lo posible para que estos pasaran el mayor tiempo posible en la cárcel, haciendo además gala de una diplomacia excepcional en sus negociaciones con el presidente ruso. Todo ello dio la suficiente confianza al pueblo para reelegirle en las siguientes elecciones.
—¿Y qué hay de la oposición?
—Por supuesto, como todo político, Kana tenía sus detractores. Estos basaban sus críticas en la escandalosa deuda que el país tenía con el exterior. Calificaban sus proyectos de excéntricos y desproporcionados para un país de nuestro tamaño. Pero en 2045 todos tuvieron que comerse sus palabras. El FMI reseteó el sistema monetario, y de repente la mayoría de estos proyectos ya no tenían que ser pagados. Entonces Panos Kana pasó a ser considerado casi como un dios por sus antiguos seguidores, y como un visionario por sus antiguos detractores.
—Es muy fácil verlo desde el punto de vista de un país favorecido por el Plan Stark —respondió Ioannis ligeramente ofendido. Debería haberlo visto venir, mi marido rara vez desaprovechaba la ocasión de discutir sobre política—. Pero, ¿qué ocurre con los demás países? Debes saber que muchos no acabaron tan contentos con el resultado.
—Bueno, ese no era el problema de Kana —respondió Soterios sin eludir la pregunta—. La decisión la tomó el FMI, no él, y lo hicieron basándose en el principio de la artificialidad de la deuda y su nula contribución a la productividad de cada país. Supongo que esto no es nada nuevo para usted viniendo de donde viene, señor Patroklou. Habría inversores muy enfadados, pero eso debería haber afectado solo a los más ricos. El equilibrio global contaba más que el equilibrio individual.
—Cierto, yo también creo que el fin justifica los medios. De lo contrario, había bastantes probabilidades de que esta situación hubiese acabado en la tercera guerra mundial.
—No sé si hasta ese punto. Creo que podríamos hablar largo y tendido sobre este tema, pero estamos a punto de llegar a Galatea.
Como obedeciendo a sus palabras, el tren comenzó a desacelerar e inmediatamente nos vimos rodeados por esos altos y blancos edificios de tan particular arquitectura que tanto habíamos visto en programas de televisión. Poco después, nos detuvimos en un pabellón abovedado, tan blanco como el resto de la ciudad. Habíamos llegado a la estación central de Galatea.
Había visto muchos documentales sobre esta ciudad, pero a pie de calle todo parecía mucho más verde y cercano a la naturaleza de lo que había imaginado.
Galatea era una urbe completamente circular compuesta por varias coronas que se denominaban anillos. En el centro de la ciudad se encontraba la extensa Plaza Verde, una de las mayores del mundo. Se trataba de una diáfana explanada redonda que se encontraba totalmente vacía excepto por un majestuoso cedro chipriota de veintitrés metros de altura en el centro. Se había ordenado encontrar el cedro más alto y voluminoso de la isla y trasladarlo al centro de la plaza a modo de estatua. El contraste entre la inmensidad de la plaza y la única figura del cedro en el medio debía servir como recordatorio a los ciudadanos de que vivían en un país que dependía del uso de unos recursos naturales que habían de ser economizados debido a su escasez. Esta plaza, cuyo suelo de baldosas ligeramente verdes le daba nombre, servía como sede de celebraciones, eventos y actos oficiales. Rodeándola, se encontraban los seis edificios que alojaban las Oficinas del gobierno: Educación, Justicia, Trabajo, Planificación de Recursos… Eran seis largos y estrechos bloques blancos, de sobria arquitectura y de baja altura, que se extendían alrededor de la Plaza Verde como lagartos rodeando un charco de agua. Nadie llamaba a estos edificios por su nombre, sino por su número del uno al seis.
Los edificios gubernamentales estaban rodeados a su vez por el primer parque de la ciudad, el parque Central. Se trataba de una corona circular de unos veinte metros de anchura, compuesta por un césped perfectamente cuidado y cipreses a ambos lados. Servía de mera separación entre los edificios gubernamentales y el anillo B, que era el primer anillo de Galatea y que contenía los centros de distribución para el centro de la ciudad. Estos centros eran descomunales naves blancas que almacenaban todos los bienes y alimentos que los galitanos necesitaban, y estaban conectados con el sistema de distribución subterráneo de la ciudad, que llevaba esos productos a sus casas. Además del colegio, el hospital principal y la comisaría, en el anillo B se encontraba la estación central, un llamativo edificio abovedado donde nos dejó el tren procedente de Lárnaca.
Soterios ya sabía de antemano nuestra nueva dirección: NO-E35-6-3. Esto significaba que vivíamos en el sector Noroeste de la ciudad, en el edificio número 35 del anillo E, y en la vivienda 3 del sexto piso. Pasó a explicarnos el sistema de transporte municipal, el cual era muy sencillo. Había únicamente dos tipos de tranvías: radiales y circulares. Para llegar a nuestra casa, nos indicó que la mejor opción sería tomar la línea de tranvía de la avenida radial Mandela, que partía de la estación y cruzaba todos los anillos hasta llegar a los límites de la ciudad. Así, estábamos a solo dos paradas de nuestro anillo. Una vez allí, no necesitaríamos coger un tranvía circular, ya que nuestra casa se encontraba a poca distancia de la parada.
El tranvía anunció su salida. Se trataba de un aerodinámico tren azul claro que contrastaba con los colores verde y blanco que predominaban en la ciudad. Por dentro no era muy diferente de cualquier otro tren que hubiésemos visto antes, excepto por su luminosidad y limpieza.
Enseguida pasamos al largo puente que se alzaba por encima del famoso parque Kana.
—Mira, Mamá… ¡es gigante! —exclamó Chris mientras miraba fascinado por la ventana.
Con quinientos metros de anchura y unos nueve kilómetros de longitud, el parque Kana era el verdadero centro social de la ciudad, el espacio verde más grande y el más concurrido, que servía a menudo como centro de celebraciones, artistas callejeros, exhibiciones o pequeños conciertos. Dentro de este inmenso parque circular se encontraba también el estadio, el teatro, la biblioteca, el palacio de congresos, un cine y un gran lago con una playa artificial en el cual el baño estaba permitido.
Después del parque Kana, pasamos por el anillo C, el cual se había dejado vacío en previsión de construir más edificios de utilidad en caso de crecimiento de la ciudad. A partir de aquí, la estructura de la ciudad era siempre repetitiva, combinando anillos de viviendas con parques circulares. Estos últimos eran calles peatonales de césped que incluían una vía para el tranvía y un canal de agua delimitado por interminables filas de árboles a ambos lados.
En apenas tres minutos, nuestro tranvía nos dejó en el anillo E. A partir de aquí, solo teníamos que cruzar las vías del tren por un túnel subterráneo para llegar al sector Noroeste.
Días atrás, cuando nos preguntaron qué tipo de casa preferíamos, yo antepuse tamaño a cercanía al centro, pero Ioannis y Chris eran de la opinión contraria. Siendo minoría, cedi a sus preferencias. Qué narices, pensé, llevamos años mudándonos de un zulo a otro, esto no puede ser peor. Sin embargo, todas nuestras expectativas fueron superadas cuando el Gobierno nos adjudicó un enorme piso de más de setenta metros cuadrados a solo diez minutos de la Plaza Verde.
A medida que avanzábamos por el parque del anillo E, reparamos en cómo todos los bloques de viviendas estaban construidos siguiendo un estilo único. Individualmente, no tenían nada de extraordinario: se trataba de simples edificios blancos de forma rectangular, ligeramente curvados horizontalmente. Pero su disposición en círculos concéntricos alrededor del centro de la ciudad, creciendo en altura a medida que se alejaban de él, le daba a la ciudad un aspecto imponente. Era una especie de anfiteatro que, además de haber sido alabado por grandes arquitectos de todo el mundo, era sin duda el toque distintivo de Galatea.
No pude evitar fijarme en los huecos aleatorios que mostraban algunos edificios, sobre todo en los anillos exteriores. Era como ver una dentadura perfecta en la cual faltaba algún diente.
—Son espacios vacíos, a la espera del encaje de un apartamento—explicó Soterios—. Los módulos de vivienda se construyen por separado y se encajan después en la estructura del edificio según la demanda.
—¿Son todos los módulos iguales? —preguntó Ioannis.
—En la medida de lo posible, lo son. Hay cuatro modelos de vivienda que varían en tamaño. Así combinamos flexibilidad ante la demanda con eficiencia en la construcción —presumió Soterios.
Chris comenzó a corretear a lo largo del canal, persiguiendo como loco a los patos ante las miradas estupefactas de los galitanos. Mientras Ioannis intentaba calmarle, recordé los programas de televisión que habíamos visto sobre Galatea. A pesar de mostrar fielmente la estructura de la ciudad, la cámara no había conseguido captar la atmósfera de sus amplias y verdes calles. La ausencia de vehículos de motor permitía que la banda sonora de nuestra llegada estuviera compuesta por la música de varios artistas callejeros, las risas de unos jóvenes reunidos en torno a una barbacoa o los gritos de los niños que jugaban en el interminable parque. En aquella ciudad reinaba un ambiente de paz difícil de retratar. Era un viernes por la tarde, y aquellas calles peatonales, llenas de vida pero sin el agobio ni el ruido de las grandes ciudades americanas, transmitían una sensación de tranquilidad, optimismo y confianza.
Podría haber seguido caminando durante horas mientras disfrutaba de aquellas nuevas sensaciones, pero al fin llegamos a nuestro bloque.
Ya que todavía no nos habían incorporado el CNI, abrimos la puerta del edificio y de nuestra vivienda con una tarjeta que nos entregó Soterios. Entramos a nuestro nuevo hogar despacio, como si tuviéramos miedo de lo que íbamos a encontrar. Sin embargo, pronto nuestra incredulidad acabó transformándose en una sonrisa de oreja a oreja. El piso era amplio, con una decoración minimalista de muy buen gusto y con unos grandes ventanales en cada estancia que permitían que la luz bañase todos sus rincones.
—Podéis controlar las funciones del hogar a través del ordenador central —comentó Soterios cuando entramos al enorme salón.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Ioannis confundido mirando a su alrededor.
—Está enfrente suyo —respondió el guía, al que parecía entretenerle nuestra ignorancia.
Viendo la cara de frustración de Ioannis, Soterios apretó un pequeño botón en la pared que se encontraba enfrente del sofá del salón. Una especie de persiana negra comenzó a desenrollarse de arriba a abajo en la misma pared, cubriéndola por completo.
—Es una pantalla de grafeno, que además incluye los circuitos del ordenador central —explicó Soterios—. Se maneja a través de mandos y teclados inalámbricos o a través de comandos de voz. Desde aquí regularéis la temperatura del piso, haréis los pedidos que necesitéis y accederéis a internet, entre otras muchas cosas.
Chris examinaba maravillado todos los rincones del piso. Cuando descubrió que tenía una habitación para él solo y que ya no tendría que dormir con nosotros, comenzó a gritar y a correr eufóricamente por toda la casa. Mientras, Ioannis y yo nos despedimos de Soterios.
Una vez nuestro guía se marchó, Ioannis y yo comenzamos a curiosear cogidos de la mano. No podía borrar esa estúpida sonrisa de mi cara, así que no fue muy difícil para Ioannis adivinar mis pensamientos. Mirándome de la manera que solo él sabía, me abrazó y me dijo:
—¿Sabes una cosa, Leah? Tengo la sensación de que vamos a ser muy felices aquí.
No era muy proclive a mostrar mis emociones de esa manera, pero en aquel momento no pude responder. Simplemente le abracé fuerte e intenté contener las lágrimas sin mucho éxito.
Para comprender aquella desbordante sensación de felicidad al mudarnos a Galatea, quizá convenga describir brevemente nuestra historia.
Nunca me gustó presumir de familia millonaria, especialmente por la manera en que ese dinero fue ganado. Crecí en Portage, Michigan, donde mi padre trabajaba para la única empresa farmacéutica multinacional que poseía una cura razonablemente efectiva contra el cáncer, el cual ya llegaba a matar a tres de cada cinco personas en las áreas menos favorecidas de los países occidentales.
Hacía tiempo que la crisis financiera internacional que comenzó tímidamente a comienzos de siglo había pasado a denominarse la Larga Depresión. Esta época significó la vuelta a una estructura de clases sociales prácticamente medieval, donde la riqueza se distribuía entre unos pocos y más de la mitad de las familias vivían bajo el umbral de pobreza.
El incremento de las diferencias sociales llevó consigo un lógico incremento del crimen, hasta que llegó un punto en el que la policía y otras fuerzas de orden público se vieron incapaces de controlar el desorden reinante en los suburbios de las grandes ciudades. Los Ángeles fue la primera ciudad que blindó su centro urbano. Le siguieron Chicago, Nueva York y Miami. Hacia 2035, la mayoría de las principales ciudades habían recompuesto su estructura: un centro urbano vallado, vigilado y reservado para trabajadores y residentes, todos ellos pertenecientes a las clases altas. Alrededor, el caos.
Portage nunca fue lo suficientemente conflictiva como para efectuar esta separación, pero mi familia, con aquella mansión fuertemente protegida y los guardaespaldas de mi padre acompañándonos a todos los lados, vivía de por sí bastante alejada de la realidad.
No puedo decir que no fuera consciente del dudoso valor moral que rodeaba todas las actividades de la empresa de mi padre, ni que sus explicaciones darwinistas para excusarlas me convencieran. Y a pesar de ello, cuando el dinero proveniente de estas actividades me permitió acceder a mi sueño de mudarme a Boston para estudiar psicología en Harvard, no puse absolutamente ninguna pega. Tampoco me negué a vivir en una de las casas de estudiantes más caras del ya exclusivo y vallado barrio de Cambridge, ni a conducir uno de los últimos modelos de coches de gasolina que se fabricaron, algo al alcance de muy pocos.
Ser consciente y no estar convencida del rol que mi padre desempeñaba en nuestra sociedad no fue suficiente para despertar y hacer algo al respecto.
Hasta que conocí a Ioannis Patroklou.
La familia de Ioannis había abandonado Chipre para mudarse a Nueva York en 2032, cuando él no era más que un bebé. La política de brutal despilfarro de Panos Kana había multiplicado exponencialmente la deuda pública, y tenían miedo de llegar al mismo punto al que se llegó en 2013 y perder gran parte de sus depósitos, que componían sus únicos activos después de haber visto sus posesiones destruidas en la guerra. Vasilis, el padre de Ioannis, había conocido a un grupo de inversores americanos que se habían hospedado en su lujoso hotel de Limasol antes de la guerra. Gracias a ellos consiguió un puesto como analista en una popular cadena de hoteles americana. No era el trabajo de sus sueños, y tampoco estaba ausente de riesgo en un país en decadencia que hacía tiempo que había dejado de enorgullecerse de la idea del sueño americano. Pero Vasilis ya había alcanzado el éxito en condiciones mucho más desfavorables. Cualquier otra persona habría encontrado prácticamente imposible salir de la jaula de la clase media-baja americana, pero la familia Patroklou pronto se empezó a codear con la aristocracia neoyorquina. Cuando Ioannis cumplió los dieciocho años, pudieron permitirse algo al alcance de muy pocos: enviarle a Boston para estudiar ingeniería espacial en el prestigioso MIT.
Nuestros caminos se cruzaron en una de las primeras fiestas de nuevos estudiantes en Somerville. Nunca había tenido una relación seria hasta entonces y pensé que no era mi intención iniciarla nada más comenzar mi vida universitaria. Pero Ioannis, aquel espigado y energético joven de nariz griega, rizado cabello castaño y una suave barba de tres días que adquiría tintes pelirrojos cuando le daba el sol, ejercía un magnetismo sobre mí del que fue imposible librarme. Quise estar con él desde el primer momento en que le vi.
Ioannis tenía una manera particular de ver el mundo. A medida que los negocios de su padre progresaban, había crecido viendo todos los estratos posibles de la sociedad americana, desde la cruda realidad de Nueva Jersey hasta las altas esferas de Manhattan. Todavía conservaba amigos de su infancia, aquellos que no habían muerto ya por enfermedad, drogas o violencia callejera. Era consciente de las inmensas diferencias entre las dos realidades y luchaba por comprender la complejidad del entramado financiero que había desembocado en esa situación. Le enfurecía la gente que derrochaba dinero, pero sobre todo le indignaban aquellos que preferían vivir en la comodidad de la ignorancia y la indiferencia. Ellos son los culpables de que el mundo sea un lugar tan hostil, solía decir. Yo era una buena representante de ese tipo de personas, así que muchas veces me pregunto que vio en mí. Quizá fue su necesidad de superar dificultades continuamente, una cualidad heredada de su padre, la que le embarcó en el reto de transformar a aquella niña guapa de papá, una superficial rubia de ojos azules saturados de maquillaje y estilizada figura ensalzada por trajes de diseño, una Barbie consentida que vivía en un mundo ideal de piruletas, mariposas y coches de gasolina. Y vaya si lo consiguió.
En menos de dos años, había vendido mi coche para comprar un vehículo eléctrico mucho más barato y había dejado mi coqueta mansión de Cambridge para mudarme con él a un pequeño piso en Somerville. Sin embargo, todavía no había reunido el valor necesario para explicar esta transformación a mis padres, así que seguía recibiendo obscenas cantidades de dinero suyo todos los meses. Cada nueva transferencia parecía ser un dinero un poco más sucio, hasta que llegó el punto en que mi conciencia no me permitía ver tantos ceros en mi cuenta corriente. Empezamos a pensar en posibilidades para invertir ese dinero: ¿donarlo a un comedor social de Malden? ¿Al hospital franciscano de Brighton que estaba a punto de cerrar? ¿O invertirlo en material tecnológico para algún colegio del extrarradio?
Antes de que pudiéramos tomar una decisión, Ioannis recibió una llamada de Charlie, su mejor amigo de la infancia. Charlie no había tenido tanta suerte como Ioannis, y su pobre educación nunca consiguió sacarle de Nueva Jersey, donde alternaba sus prácticas sin remunerar en un periódico local con turnos interminables en una panadería. Nunca se había quejado de nada, pero acababa de ser diagnosticado con un agresivo cáncer de pecho. Hacía tiempo que este tipo de cáncer era una de las principales causas de muerte entre los hombres, aparentemente debido al consumo masivo de alimentos modificados genéticamente.
Era posible curar a Charlie. Simplemente el tratamiento era muy caro, fuera del alcance del 90% de la población. No era casualidad que cuatro de cada cinco muertes por enfermedad en nuestro país fueran a causa del cáncer y que la población estuviera disminuyendo por primera vez en la historia. Pero los que morían eran pobres, eran inferiores, eran cucarachas. Así que no le importaba a nadie. De hecho muchos, entre ellos mi padre, excusaban su indiferencia con el hecho de que vivíamos en un mundo superpoblado, lo cual era insostenible a largo plazo. Esta plaga de cáncer simplemente era una manera de poner a prueba al ser humano y de aplicar la ley del más fuerte: solo los más competitivos sobrevivirían. Y en este mundo, ser competitivo significaba tener la capacidad de hacer dinero. Tener dinero no solo era imprescindible para acceder a tratamientos efectivos contra el cáncer, sino también para poder permitirse medidas preventivas como el consumo regular de alimentos orgánicos o la implantación de filtros de aire en los pulmones. Solo el dinero era capaz de salvar vidas.
El gobierno debía saber que la pérdida de población acabaría con el colapso económico del país. Porque, ¿quién quedaría para hacer el trabajo sucio? No había que ser muy inteligente para prever lo que ocurriría si no quedaran trabajadores dispuestos a aguantar turnos interminables en las sucias fábricas de las empresas de automóviles de Detroit, por poner un ejemplo. Pero no parecía importarles demasiado, al fin y al cabo su generación probablemente no tendría que luchar contra estos problemas. Además, el gobierno recibía la presión de las grandes corporaciones y bancos que anhelaban mantener su poder explotando a la clase trabajadora. Sin el apoyo de estos gigantes, sería imposible mantenerse en el poder y seguir destruyendo nuestra sociedad.
Esto solo era la punta del iceberg de un discurso que había sido grabado a fuego en mi cerebro durante los dos últimos años con Ioannis, y la situación de Charlie fue la gota que colmó el vaso. Tenía que hacer algo. Para empezar, financiaría su tratamiento. Y después, me plantearía la manera de concienciar a la gente de la situación del país y de hacerles ver que existía un futuro mejor. Por primera vez, sentí que mi granito de arena era necesario.
Tenía claro que el primer paso era enfrentarme a mi padre. A estas alturas, ya no podía esconder que su ocupación representaba todo aquello contra lo que Ioannis y yo luchábamos. Decidida, compré un vuelo a Michigan para ese mismo fin de semana. Ioannis vendría conmigo también para apoyarme.
Aquel encuentro con mi padre podría ser descrito como un choque de trenes. O mejor dicho, como el choque entre un tren de alta velocidad y una scooter eléctrica conducida por Ioannis conmigo detrás. Sin casco.
Para empezar, a mi padre no le sentó nada bien descubrir que había rechazado todos los lujos que él me había proporcionado con el sudor de su frente. Pero cuando le expliqué los motivos y le expuse mi nueva vocación humanista, perdió absolutamente los estribos. Intenté explicar mi punto de vista de una manera impersonal para evitar ofenderle, pero parecía como si cada palabra que saliera de mi boca fuera un puñetazo directo a su estómago. No comprendía cómo podía haber cambiado tanto en tan poco tiempo, y por qué éste cambio me colocaba en una posición diametralmente opuesta a todo lo que él había dedicado una vida entera en construir. Mostrarle el ejemplo de Charlie tampoco dio resultado, sino que solo empeoró las cosas. Lo vio como un intento de Ioannis de conseguir mi dinero para salvar a su amigo, el cual por supuesto se habría salvado el mismo si lo hubiera merecido. En este punto, la conversación se calentó de tal manera que mi madre y yo tuvimos que intervenir para evitar que mi padre y Ioannis acabaran recurriendo a la violencia física.
Nuestra visita no duró ni tres horas. Enrojecida por la rabia, llena de lágrimas y abrazada por Ioannis, cogí un taxi de vuelta al aeropuerto para embarcar en el primer vuelo de vuelta a Boston.
Mientras esperábamos en la sala de embarque, una televisión nos informó de la gran noticia. El FMI acababa de anunciar algo que llamaban Plan Stark.
En aquel momento no comprendía muy bien lo que esta decisión supondría. Las bases estaban claras: los países habían alcanzado un entramado de deuda tan complicado y de un volumen tan inverosímil que el pago tanto a corto como a largo plazo no era más que una quimera económica, sobre todo teniendo en cuenta el gran porcentaje que había sido considerado como deuda ilegítima. La deuda era un concepto abstracto, inventado por el hombre y cuya existencia y gestión no suponía ningún valor añadido al bienestar de la sociedad. Por ello, se prohibía a los países dedicar ningún esfuerzo a la gestión de sus deudas. En vez de ello, deberían asegurarse de que las empresas aumentaban su productividad real y evitaban problemas financieros, paradójicamente empezando por el que el FMI les acababa de crear. En teoría, los primeros años serían de reconstrucción del sistema financiero internacional, pero a largo plazo los países serían capaces por fin de levantar la cabeza y reorganizar su estructura de manera que todos los ciudadanos pudieran disfrutar de un mínimo de bienestar.
En aquel vuelo de vuelta a Boston, invadida por un punzante malestar provocado por aquella horrible pelea, no podía evitar pensar en cómo iba a ser mi vida de ahí en adelante. Daba por hecho que mi padre dejaría de financiar mi carrera universitaria, pero… ¿volvería a hablarme? ¿Conocerían mis hijos a sus abuelos?
Poco sospechaba que mi padre no sería la principal causa de mis problemas económicos a partir de entonces. Más bien fueron aquellas decisiones macroeconómicas excesivamente optimistas las que ocasionaron la debacle.
La falta de ingresos no fue un gran problema al principio, gracias a que los padres de Ioannis insistieron en hacerse cargo de mis gastos universitarios. Estaban incluso dispuestos a financiar nuestros carísimos estudios de posgrado, aquellos que constituían la única manera de asegurarnos un trabajo decente.
Pero fue entonces cuando el caos financiero comenzó a cebarse con ellos.
Los padres de Ioannis eran dueños de T&V (que podía significar Time and Vision o Tania and Vasilis), una empresa tecnológica que se había dedicado a desarrollar aplicaciones de guantes y lentes inteligentes para varios órganos gubernamentales. Haber realizado obras para el gobierno en la época posterior al Plan Stark era sinónimo de bancarrota, y T&V no era una excepción. Sus más de mil empleados acabaron en la calle, y los padres de Ioannis perdieron todo lo que tenían. Solo les quedó su casa en el Upper East Side, la cual tuvieron que vender para irse a vivir a Brooklyn. Es cierto que no era tan peligroso como Nueva Jersey, pero, después de haber trabajado tan duro, sus previsiones de jubilación no incluían abandonar la seguridad de la valla de Manhattan.
Mientras tanto, miraban de reojo a lo que ocurría en su país natal, que había anunciado su conversión en una EBR tres años atrás y progresaba de una manera excepcional. Sus inversiones empezaban a dar sus frutos, especialmente porque no tenían que pagar ni un céntimo por ellas. Lo cierto es que había cierta controversia internacional en cuanto a Chipre. Por un lado estaban aquellos que habían sido negativamente afectados por el Plan Stark. Como era de esperar, estas personas miraban con recelo a un país que se había enriquecido a su costa. Por otro lado, la prensa mundial se deshacía en elogios ante la política llevada a cabo por el gobierno de Kana, que había resultado en un incremento espectacular del bienestar de sus ciudadanos. Lo primero que pensaron los padres de Ioannis fue en volver a su país, pero no era tan fácil. El gobierno de la EBR había endurecido las leyes de inmigración, lo que hacía imposible para una pareja de jubilados entrar en Chipre para algo que no fuese turismo, por mucha nacionalidad chipriota que tuvieran.
Era el momento de devolverles el favor. Ioannis y yo habíamos acabado brillantemente dos carreras de prestigio en dos de las mejores universidades del país. Pese a no haber completado nuestra educación, con esfuerzo y dedicación conseguiríamos volver a lo más alto.
En este momento, se volvió a producir un choque de trenes. En este caso, Ioannis y yo, que no habíamos aprendido la lección, seguíamos conduciendo alegremente nuestra scooter eléctrica por la vía del tren. En dirección contraria avanzaba a la velocidad del sonido un tren llamado realidad.
Y aquí fue cuando sufrimos en nuestras propias carnes el Plan Stark. Los siguientes seis años de nuestra vida fueron como una travesía por el desierto: meses en el paro, becas sin pagar, prácticas por sueldos irrisorios… El único momento de esperanza fue cuando Ioannis consiguió un puesto estable en Quasar, una empresa espacial subcontratada por la NASA que investigaba los metales adecuados para aguantar gravedades extremas. Sin embargo, esta investigación también se quedó sin presupuesto, y tuvieron que prescindir de él después de unos meses. Por mi parte, yo le iba siguiendo por todo el país, intentando organizar consultas privadas como psicóloga con suerte dispar. Nunca tuvimos el suficiente éxito como para asentarnos en un lugar, así que nos convertimos en nómadas.
La única alegría de estos años fue el nacimiento de Chris. Él nos daba la fuerza suficiente para luchar e intentar darle el futuro del que el FMI había hablado años atrás.
Cuando las mudanzas, los rechazos y los despidos se convirtieron en rutina y empezamos a asumir la miseria y el hambre como una parte de nuestras vidas, Chipre llamó a nuestra puerta. La vieja scooter por fin vio la luz al final del túnel.
Tras hacer las maletas y prometer a los padres de Ioannis que haríamos lo que pudiéramos por conseguir devolverles a su país, embarcamos en el primer avión con destino Anamur.
Nuestras vidas estaban a punto de cambiar de una manera que ninguno de los dos imaginábamos.
—¡Chris! ¡Ion! ¡Venid aquí ahora mismo!
Sabía que no tardarían mucho en aparecer si empleaba ese tono de voz, incluso en un piso donde no pudiéramos ver en todo momento donde se encontraba cada uno de nosotros.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí esta caja de kourabiedes?
Me refería a la enorme caja llena de paquetes de galletas que acababa de aparecer en nuestro receptor, una pequeña cavidad de un metro cuadrado empotrada en la pared, al lado de la puerta de casa. El receptor estaba conectado con un ascensor que subía desde la zona de entrada de mercancías de nuestro edificio, conectada a su vez con los circuitos de distribución subterráneos que se expandían por debajo de Galatea.
Se miraron entre ellos, y un amago de sonrisa cómplice les delató.
—¡Ion! ¿En qué estabas pensando? Dudo mucho que se nos permita pedir cantidades industriales de cualquier alimento… y además, puestos a pedir algo, podrías haberte decidido por algo más sano.
—Tienes razón, Leah. Pero no te preocupes, Chris no se las va a comer todas hoy, ¿verdad? —respondió Ioannis mirando a nuestro hijo.
—Y tú tampoco —corregí yo.
—De acuerdo, pero las vas a tener que esconder muy bien. En un piso tan grande no vas a tener problema —contestó con una sonrisa—. En cuanto al número de productos que podemos pedir, yo también pensé que el ordenador no nos dejaría hacer un pedido así, pero hicimos la prueba de todas formas. Y eso fue hace apenas diez minutos, mientras te duchabas. ¿No te parece increíble que podamos recibir inmediatamente en nuestra casa todo lo que queramos con solo apretar un botón?
—Yo no sería tan optimista. La EBR, como su propio nombre indica, es una economía, no una barra libre.
—La verdad es que deberíamos enterarnos de cómo funciona todo esto —reconoció Ioannis—. Recuerda que esta tarde tenemos que ir a la conferencia para recién llegados al país. Seguro que allí nos enseñan las reglas.
El palacio de congresos se hallaba en la sección noroeste del parque Kana. Tras vestirnos con nuestras mejores galas, salimos los tres a la calle dispuestos a llegar hasta allí dando un paseo. Era un sábado por la tarde y muchos de nuestros vecinos habían salido a disfrutar del buen tiempo en el parque circular del anillo E. Quizá fuera mi imaginación, pero me dio la sensación de que todos ellos nos observaban con una mueca de desaprobación.
—¿Por qué nos mira así la gente? —pregunté a Ioannis.
—Es tu atuendo —contestó mi marido consternado—. Debería haberte avisado antes. Los trajes de diseño y las joyas no están muy bien vistas en la EBR, por muy humildes que sean. Lo consideran un gasto innecesario.
A medida que nos acercábamos al palacio de congresos, fuimos mezclándonos con inmigrantes tanto o mejor ataviados que nosotros, lo que me hizo sentir menos culpable por llevar puesto el único vestido que conservaba de la época en que solía vivir como una princesa a costa de mi padre.
Una vez allí, nos dirigimos a la sala principal, un amplio anfiteatro que tendría un aforo de unas tres mil personas. Una amable joven con el verde uniforme de funcionaria que ya habíamos visto más de una vez nos acompañó hasta nuestros asientos, y notamos cómo las tenues luces iban adquiriendo brillo a medida que se acercaba la hora del comienzo de la ceremonia.
A las cuatro en punto, descubrimos atónitos como la inconfundible figura de Panos Kana entraba en la sala por una de las puertas laterales y avanzaba hacia el escenario. Los cuchicheos del público, que obviamente no esperaba que el mismísimo presidente les recibiese en persona, fueron cesando poco a poco hasta que se produjo un silencio absoluto justo en el momento en el que Kana se detuvo en el centro del escenario.
Todos le habíamos visto alguna vez en televisión: era un hombre menudo de cincuenta y tres años, de piel morena y un ralo cabello rizado con tonos grises y blancos. Lo que más llamaba la atención era la intensidad de sus ojos grandes y azules, cuyo brillo podíamos distinguir pese a los veinte metros de distancia que nos separaban del escenario.
Tras una pausa en la que pareció mirarnos a todos y cada uno de los ochocientos inmigrantes allí presentes, esbozó una gran sonrisa y comenzó su discurso dirigiéndose al público en inglés.
—¡Buenas tardes a todos! Esta es la décima vez que acudo a esta sala de conferencias en lo que va de año. Podríais pensar que ya me sé el discurso de memoria y que se ha convertido en una rutina aburrida para mí… Pero no puedo evitar sonreír cada vez que me subo a este escenario. Ver cómo todos vosotros habéis respondido a nuestra llamada dejando toda una vida atrás me hace sentir que todo por lo que mi país ha luchado en los últimos años merece la pena. Ver que tantas personas están dispuestas a cambiar su modo de vida es la respuesta definitiva a una pregunta que mi difunto amigo Rafail Deligiannis y yo nos hicimos hace más de dos décadas: ¿funcionaría si intentáramos cambiar el planeta? —pausó su discurso para dar énfasis a su pregunta—. Ojalá Rafail estuviera hoy aquí para ver cómo habéis acudido a nuestra llamada. Veros aquí es una prueba de que vamos por el buen camino y significa una motivación arrolladora para nosotros. Vamos a luchar por integraros y que podáis disfrutar cuanto antes de nuestro país. Es un país pequeño, pero os aseguro que hay mucho que descubrir.
El presidente hablaba de manera distendida y cercana al pueblo, como si estuviera tomándose una cerveza con nosotros y comentando el partido de ayer. Su voz era calmada pero expresiva, y transmitía un gran entusiasmo.
—En cuanto a esa pregunta que os decía, la que nos hicimos Deligiannis y yo hace más de veinte años… me gustaría contaros cómo empezó todo. Pero es una historia muy larga y yo tiendo a desvariar, así que le he pedido a alguien que lo haga por mí. Permitidme que os presente a Teresa Liberopoulos.
—Teresa Libero… ¿qué? —me preguntó Chris apenas conteniendo la risa.
—Liberopoulos. ¿Nunca habías oído su nombre? Es una famosa astrofísica.
—¿Y qué hace aquí?
—Acaba de asumir la dirección de CypEx. En otro país, esto equivaldría a controlar los ministerios de exteriores y de economía.
Chris asintió, como si entendiera lo que le estaba diciendo.
Acto seguido, una mujer con un traje gris salió al escenario y comenzó a hablar. A Liberopoulos solían apodarla la Abuelita, no solo por su avanzada edad, sino también por su expresión afable, sus mejillas sonrosadas y su tierna sonrisa. Carecía de la labia de Kana, pero iba al grano y no se perdía en los detalles. Nos contó lo desoladora que había sido la situación del país después de la guerra y cómo había conocido a ese loco llamado Panos Kana, que tenía unas ideas cuanto menos excéntricas pero apoyadas siempre por un gran conocimiento y una pasión fuera de lo normal. Nos confesó que, por aquel entonces, tanto él como su inseparable amigo Rafail Deligiannis ya tenían una idea del país que querían construir. Chipre había sido un territorio dividido durante muchos años, y esta era la oportunidad perfecta para crear un proyecto que involucrara a todo el país sin hacer distinción de raza, sexo o, sobre todo, religión. Si queremos conseguir algo grande, tenemos que pensar en grande, decía. Por ello, se embarcaron en los ya famosos proyectos que para el resto del mundo resultaban inexplicables. Su idea nunca fue prescindir del sistema monetario, simplemente sabían que la disolución de la Unión Europea llegaría en cualquier momento y querían estar preparados para ello. La gran sorpresa fue la implantación del Plan Stark. Liberopoulos reconoció que, sin esa decisión, Chipre sería un país muy diferente hoy en día. Gracias a aquel plan, pudieron llevar el sistema hasta un nivel muy distinto, un nivel con el que antes ni siquiera se habían atrevido a soñar.
La directora de CypEx se despidió deseándonos buena suerte, y Panos Kana recuperó la palabra para darnos a conocer aspectos más prácticos de nuestra integración a la vida en Galatea: dónde debíamos acudir para que nos implantaran el CNI, cómo deberíamos incorporar a nuestros hijos a la escuela, cómo funcionaba el sistema educativo y, para aquellos que todavía no teníamos trabajo, qué debíamos hacer para conseguirlo.
Nos chocó que el mismísimo presidente de una nación se rebajara a dar este tipo de explicaciones, pero Soterios ya nos había avisado de que Kana realmente se esforzaba por entender al ciudadano de a pie. Mientras hablaba, iba paseando por los pasillos de la sala de conferencias y haciendo preguntas a gente aleatoria, lo que alargó bastante la sesión. Cuando Liberopoulos le avisó de que ya eran las siete, tuvo que apresurarse para cerrar los últimos temas y concluir la conferencia.
—No olvidéis quedaros para el cóctel de bienvenida en la azotea. Disfrutaréis de unas vistas maravillosas, ¡y para muchos de vosotros será vuestra primera cena chipriota! Teresa y yo estaremos allí para responder a vuestras preguntas. Ha sido un placer recibiros esta tarde. Os deseo todo lo mejor y espero que nuestro país cumpla con vuestras expectativas. Hasta pronto, o como decimos por aquí, ¡ta leme sýntoma!
Kana tenía razón. Las vistas desde la azotea eran más que impresionantes. El palacio de congresos tenía la forma de una especie de barco cuya proa se dirigía hacia el centro de la ciudad. A nuestra derecha pasaba la avenida radial Maathai, que recorría todos los anillos hasta acabar en la Plaza Verde, donde podíamos ver cómo la copa del altísimo cedro sobresalía entre los edificios blancos que la rodeaban. Pero lo más impresionante se encontraba alrededor. Ya que el palacio de congresos era el edifico más alto de los anillos interiores, desde allí podíamos contemplar embobados el skyline de Galatea: un sinfín de edificios blancos en torno nuestro formando una serie de coronas circulares que crecían en altura a medida que se alejaban del centro, hasta terminar con mastodónticos palillos de casi cuatrocientos metros de altura allá en los confines de la ciudad. El sol poniente se adivinaba entre aquellos bloques, huecos todavía en su mayoría a la espera de familias que los habitaran. Aquella vista me emocionó hasta el punto de dejarme un nudo en la garganta. Era como encontrarse en el centro del mayor anfiteatro que la humanidad nunca haya podido presenciar.
Mientras el violinista tocaba la primera suite de Bach y un sonriente camarero nos servía nuestra segunda copa de vino kumandaria, Panos Kana apareció entre la multitud y se dirigió hacia nosotros. Sorprendida, apenas pude evitar atragantarme con mi canapé de halloumi. De cerca, era todavía más imponente. No precisamente por su tamaño, sino más bien por el aura que desprendía. Sus rasgos faciales eran capaces de mostrar la más tierna y afectuosa expresión cuando sonreía, lo cual contrastaba con la inquietante severidad que transmitían cuando su semblante estaba serio. Sus intensos ojos azules eran igual de hipnóticos en ambas situaciones, a pesar de estar casi escondidos tras unas cuencas hondas y con más arrugas de las normales a su edad. Tras una amplia frente, su pelo ralo, grisáceo y rizado se veía interrumpido por una pequeña calva en su coronilla que la longitud de su cabello no conseguía ocultar.
—¡Ioannis! —exclamó cariñosamente dirigiéndose a mi marido. Me pregunté si sabía su nombre de antemano o se ayudó de la tarjeta que colgaba de su traje—. ¿Qué te parece nuestra elección de quesos esta noche? Nuestro cocinero es el hombre más tozudo que conozco. Por mucho que he intentado convencerle de que sirviera anari, no ha habido manera. Es un hombre muy tradicional y se ha empeñado en servir únicamente halloumi.
—Encantado de conocerle, señor Kana —contestó Ioannis, tan correcto como siempre—. La verdad es que soy todo un ignorante en cuanto a quesos se refiere. Pero este halloumi está exquisito, a mi mujer le ha encantado.
El presidente chipriota se volvió hacia mí y se presentó con la mayor de sus sonrisas.
—Es un placer teneros con nosotros. Estoy seguro de que tenéis una historia interesantísima que contar. ¿Puedo preguntar de dónde venís?
Guardé silencio mientras esperaba a que Ioannis contestara, un acto reflejo que habíamos desarrollado en este tipo de situaciones. Él se desenvolvía mejor cuando conocíamos a gente nueva. Una vez nos familiarizábamos con alguien, solía ser mi trabajo dar ese difícil paso hacia una verdadera amistad, algo con lo que mi marido no se sentía tan cómodo. Entre los dos, formábamos un buen equipo.
—Mis padres me llevaron a Nueva York cuando apenas era un niño —respondió Ioannis. Antes de aquello eran los dueños del hotel Kipos, ¿se acuerda?
—¡Pues claro! Era el mejor hotel de Limasol. Recuerdo gastarme la mitad de mi primer sueldo como guía turístico en invitar a mi novia a una noche en aquel maravilloso hotel.
—Espero que mereciera la pena…
—Bueno, ella me dejó una semana después —contestó Panos Kana riéndose—. Pero no te preocupes, el hotel de tus padres no tuvo nada que ver con la ruptura.
—Ahora mismo su ex novia debe estar tirándose de los pelos viendo en quién se ha convertido usted.
—Bueno, la verdad es que no volví a saber de ella después de la guerra—. Una expresión triste pareció cruzar su rostro por una décima de segundo, pero enseguida recuperó su tono entusiasta—. ¡Pero no estamos aquí para hablar de mí! ¿Qué os ha traído a ti y a tu bella mujer de vuelta a tu país, Ioannis?
—Por lo visto necesitan ingenieros espaciales, ¿no es así?
—Oh, ¡no me digas! ¡Más de ochocientas personas en la sala y voy a dar justo con el ingeniero espacial! Hoy es mi día de suerte. Permítame que te confiese, la verdad es que había oído hablar de ti. No todos los días recibimos personas tan cualificadas como tú. Tenemos grandes planes para vosotros. Si no recuerdo mal, tenéis un hijo de seis años, ¿verdad?
A estas alturas de la conversación ya no había nada que me pudiera sorprender más. No solo habíamos sido abordados por una de las personas más famosas a nivel mundial, ¡sino que nos había estado investigando!
—Eso es, se llama Chris. Está encantando con su nueva casa, aunque temo que va a acabar con las reservas de kourabiedes del país.
—Pronto se acostumbrará a la situación —a Kana se le había borrado su sonrisa tras escuchar el último comentario de Ioannis—. Cuando lleve unos meses por aquí se dará cuenta por sí mismo de la importancia de ahorrar recursos.
—Y si no, su madre se ocupará de ello —contestó Ioannis con un toque de nerviosismo, intentando quitarle hierro al asunto. El hecho de que Panos Kana dejara de sonreír te hacía sentir como si hubieras dicho algo terrible.
—Hablando de su madre —prosiguió Kana volviéndose hacia mí y recuperando su tono alegre—. Creo haber leído en vuestro informe que estudiaste psicología en Harvard, ¿no es verdad?
—La psicología siempre ha sido mi gran pasión —contesté, y la sinceridad de mi respuesta me sorprendió hasta a mí. Solía ser más reservada con desconocidos, pero sentía como si conociese a Kana desde hacía tiempo—. Daría lo que fuera por poder dedicarme a ello. En mi país, por desgracia, encontrar trabajo en los últimos años ha sido toda una misión.
—Estoy seguro de que aquí no será un problema. De hecho, has venido en el momento perfecto. Estamos a punto de comenzar un nuevo programa en el que vas a encajar a la perfección. Como ya sabes, el lunes comenzaréis con los primeros pasos para ser asignados a vuestra nueva posición. Te aconsejo que acudas a la Oficina de Salud y preguntes por Milos Darcevik.
Mientras repetía aquel nombre mentalmente para que mi memoria lo registrara, Panos Kana mencionó que aquel tal Milos Darcevik era el director de psicología de la Oficina de Salud chipriota y el hombre más profesional que había conocido, si bien había que comprender que no era alguien a quien le entusiasmara derrochar palabras de forma innecesaria.
—De acuerdo señor Kana. No sabemos cómo agradecérselo.
—Yo te diré cómo: sed unos ciudadanos felices —respondió el presidente mientras nos tendía la mano en señal de despedida—. Ioannis, Leah, ¡bienvenidos a la EBR de Chipre!
Mientras intentábamos asimilar lo que había ocurrido, oímos cómo Kana se dirigía hacia otra pareja, llamándoles también por su nombre con aquel característico entusiasmo.
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