Capítulo 2

Andrés Grande. Mayo 2040. Madrid


Se llama Luna.

La conocí hace cuatro años bajo el embrujo de una cálida noche de agosto en una playa del mar Cantábrico. Con ella descubrí que los adultos no bromeaban cuando hablaban de las reacciones químicas que se producen en el cuerpo al enamorarse. Aquella noche comencé a dejar de ser un niño obsesionado con la astronomía para transformarme en un adolescente con unas inquietudes más habituales.

Sin embargo, el amor pronto se convirtió en desengaño al volver a Madrid. Tiene el corazón roto, solía bromear mi padre cuando dejaba las lentejas a medias para volverme a mi cuarto a regocijarme en mi frustración. Fue así como descubrí que aquella expresión tenía más de literal de lo que habría cabido esperar.

Cuatro años después, todos estos recuerdos son reproducidos con gran realismo en mi mente al encontrarme a Luna frente a mí. No cabe duda, es ella. A pesar del exagerado maquillaje, nunca podría confundir esos vivaces ojos verdes, esa nariz aguileña, ese abundante e ingobernable pelo rizado y esos finos labios que una vez me besaron con fruición.

No puedo evitar darme cuenta de que hay aspectos de ella que sí han cambiado. Sus piernas parecen más esbeltas con aquellos tacones imposibles y aquellas medias de rejilla, y su pecho es ahora mucho más voluminoso que antes, algo de lo que no es muy difícil darse cuenta con aquel minúsculo conjunto de cuero blanco que lleva puesto.

Cuando vuelvo a mirarla a la cara, me doy cuenta de que me está gritando enfurecida.

—¡Deja de babear y vete de aquí, imbécil!

Su enfado me saca de mi embelesamiento, pero no de mi sorpresa. Solo despierto cuando oigo los gritos de mis amigos, y es entonces cuando me doy cuenta de que algo va mal.

El bullicio de la calle adquiere de nuevo su volumen atronador, solo superado por la voz de Luna que sigue gritándome. Por fin reacciono y giro hacia la izquierda para seguir a mis amigos. Me doy cuenta de que ambos están mirando hacia algo o alguien detrás de mí, y que en sus caras hay una expresión de pánico.

Cuando me vuelvo, no hay tiempo de reaccionar. Una pared de abdominales marcados a través de una ajustada camiseta amarilla de licra inundan mi visión. Siento como una mano me agarra del cuello de mi sudadera y levanta todo mi cuerpo hacia arriba con una facilidad pasmosa. Ahora lo que veo es la cara iracunda de un fornido hombre calvo con una frondosa barba negra. Incluso en ese momento de tensión me llaman la atención lo increíblemente peludos que son sus hombros.

Luna es una prostituta de la calle Montera, y acabo de hacer justo lo que mis amigos me advirtieron que evitara: observarla con cara de pervertido durante quien sabe cuánto tiempo.

El proxeneta echa la cabeza hacia atrás, dispuesto a romperme la nariz de un testarazo. Y es en ese preciso momento cuando mi aterrorizado subconsciente comienza a mostrarme una breve película con los momentos más significativos de mi vida.

 

 

Es curioso cómo funciona la memoria humana. Como adultos, resulta prácticamente imposible saber con certeza cuál es nuestro primer recuerdo. ¿Quién se acuerda de cuando aprendió a caminar, a hablar o a ir a la guardería? Y sin embargo, hay momentos aislados pertenecientes a aquellos primeros años que quedan grabados en la memoria.

Sin duda, uno de ellos es el 22-M.

Aquel fatídico jueves 22 de marzo de 2029 a las 8:47 de la mañana, cubierto por un grueso abrigo de plumas y demás complementos invernales que solo dejaban mis ojos a la vista, estaba siendo arrastrado por mi padre, como todas las mañanas, por los nevados jardines de nuestra calle del barrio de La Paz. Íbamos a coger el metro que me llevaría a la escuela, cuando de pronto se escuchó un estruendo ensordecedor que pareció durar una eternidad.

Una vez aquel ruido infernal remitió, mi padre comenzó a mirar en todas direcciones.

—¿Qué ha sido eso, Papá?

—Ha durado demasiado para ser una explosión. Creo que se trata de un derrumbe.

—¡Un derrumbe! ¿Podemos ir a verlo? —exclamé entusiasmado, y comencé a imitar el sonido que acababa de escuchar mientras me dejaba caer como una marioneta sobre la nieve.

Sin embargo, mi padre no parecía tan exaltado como yo. Con cara de preocupación, me agarró de la mano y tiró de mí impacientemente.

—¿Dónde vamos?

—Volvemos a casa.

Decidí no protestar. No íbamos a ver el derrumbe, pero tampoco iba a ir al colegio, así que concluí que el resultado era positivo.

Una vez en casa, mi padre encendió la televisión. Toda la programación había sido interrumpida por imágenes del desastre. Recuerdo perfectamente aquellas vistas aéreas del área empresarial Cuatro Torres. Tanto el gran centro de congresos en forma de semicírculo como los cuatro rascacielos seguían allí, pero el Barco ya no. El Barco era una espectacular estructura que solía alzarse al lado del centro de congresos y que cobijaba una moderna estación de tren que conectaba varios puntos de la capital con el recinto Cuatro Torres, el centro neurálgico de la actividad empresarial española. Ahora, en su lugar, lo único que podía verse era una inmensa nube de humo que se extendía hacia el noreste de la ciudad y que casi ganaba en altura a los rascacielos colindantes.

Miré hacia la ventana de nuestro salón, desde donde se podían ver muy de cerca las cuatro torres. Efectivamente, la columna de humo estaba allí, y desde nuestra perspectiva ya sobrepasaba a la Torre Alba, la más alta de las cuatro y la más cercana al Barco.

Precisamente era en la Torre Alba donde se encontraba la oficina del banco donde trabajaba mi madre, que había salido de casa en esa dirección hacia apenas veinte minutos.

No creo que por entonces mi mente pudiera asociar esas imágenes con el concepto de la muerte, el cual aún estaba por descubrir. Sin embargo, hay señales que los seres humanos no necesitamos aprender, sino que vienen instaladas de serie en nuestro cerebro. La desesperación de mi padre me produjo un desasosiego que nunca se borrará de mi memoria.

—¿Está allí Mamá? —pregunté con un hilo de voz, pero no obtuve respuesta. Mi padre solo parecía concentrarse en intentar llamar a mi madre desde el móvil, una tarea nada fácil viendo cómo le temblaban las manos. No creo que hubiesen pasado ni cinco minutos desde el derrumbe, pero las líneas ya se encontraban colapsadas.

Tras varios intentos, mi madre cogió el teléfono, y el alivio bañó el rostro de mi padre.

—No te preocupes, Luis —oí decir a mi madre entre sollozos—. Estoy bien. Acababa de llegar a la oficina cuando ocurrió.

—¿Qué ha pasado exactamente?

—El Barco se ha derrumbado. Debe haber miles de personas ahí atrapadas.

—Dios mío. ¿Puedes verlo ahora mismo?

—Sí, ponte las glases para que puedas verlo tú también.

Mi padre activó sus glases en modo proyector, de modo que ambos pudimos ver una pantalla proyectada sobre la pared de nuestro salón  que mostraba todo aquello que mi madre veía a tiempo real.

Mi madre trabajaba en uno de los primeros pisos de la Torre Alba. Desde la ventana de su despacho, el espectáculo era dantesco. Las primeras ambulancias y camiones de bomberos estaban llegando de manera apresurada mientras cientos de personas ensangrentadas corrían en todas direcciones. Entre columnas de humo se podía adivinar una pirámide de escombros, entre los que se podían distinguir objetos mucho más familiares. Vagones de trenes, maletas, cabinas de fotografía instantánea… y sí, también se veían cuerpos. En los peores casos, partes de ellos.

—Elena, mira hacia otro lado. Ande está conmigo. —le instó mi padre, pero ya era demasiado tarde. Estas imágenes se convertirían más tarde en un componente habitual de mis pesadillas.

Mi madre retiró la vista de la ventana, y las imágenes mostraron a Carlota, una compañera de trabajo que entró en su despacho con la cara desencajada.

—Elena, están desalojando el edificio. Dicen que corremos peligro.

—De acuerdo, ahora mismo voy. Deja que coja mi abrigo.

Mi madre se dirigió hacia el ropero, pero Carlota la cogió de la mano y tiró de ella hacia el pasillo. Allí se dio cuenta de que había cundido el pánico. Decenas de empleados se apelotonaban frente a la salida de emergencia, empujándose y gritándose unos a otros.

—Mierda —escuché decir a mi madre, y entonces comencé a preocuparme. Nunca había oído a mi madre usar esa palabra.

Mi madre y Carlota comenzaron a correr en dirección contraria a lo largo del pasillo, buscando otra salida.

—¡Elena, sal de allí cuanto antes! —exclamó mi padre, y pensé que era bastante estúpido decir algo tan obvio.

En la otra salida también reinaba el caos, pero no estaba tan abarrotada y consiguieron llegar a las escaleras en unos minutos. Sin embargo, la escalera estaba tan llena de gente que apenas podían avanzar.

—¿Por qué no bajan de uno en uno? —pregunté a mi padre, que me había colocado sobre sus rodillas y me abrazaba con fuerza—. Así todos llegarán abajo mucho más rápido.

—Están asustados —contestó mi padre, pero no conseguí entender cómo el miedo de una persona puede afectar a su inteligencia.

Aquella masa de gente que impedía salir del edificio a mi madre cada vez gritaba más. Todos parecían tener algo que decir a los demás sobre la mejor estrategia para bajar las escaleras, pero nadie se ponía de acuerdo. Por suerte, a pesar de su lentitud, avanzaban sin pararse, y eso pareció tranquilizar a mi padre.

Hasta que se hizo el silencio. De repente, todos dejaron de gritar a la vez.

—¿Qué cojones ha sido eso? —se oyó decir entonces a un hombre.

—Dios mío —dijo mi madre, y esta vez la oímos con claridad— El edificio ha temblado.

Acto seguido, los gritos volvieron con más fuerza que nunca, acompañados de violentos empujones. A los pocos segundos, fue a mi madre a la que oímos gritar mientras las imágenes mostraban cómo era derribada al suelo mientras una estampida de gente trataba de pasar sobre ella y otras muchas personas que también habían caído.

—Luis, Ande… —la oímos decir con una inesperada calma.

Pero nunca supimos lo que nos quiso decir. Un tremendo ruido silenció su voz, y de repente la pantalla oscureció y la llamada terminó. Antes de que pudiéramos reaccionar, nuestra casa comenzó a temblar al verse inundada por un estruendo incluso más potente que el que habíamos escuchado en el parque minutos atrás.

Mi padre corrió hacia la ventana, y lo que vio le hizo doblarse de dolor y emitir un llanto que todavía me produce escalofríos.

Ya no había cuatro torres. Solo quedaban tres.

 

 

En aquel momento no lo sabía, pero mi madre no solo había sido una víctima más del mayor accidente de la historia de las infraestructuras españolas, sino también una mártir de una revolución que a punto estuvo de llevar a España a otra guerra civil.

Realmente, todo comenzó en 2009.

Tras unos ambiciosos planes iniciales, el parque empresarial Cuatro Torres quedó inacabado por la incapacidad del Ayuntamiento de Madrid de hacer frente a los gastos que esto supondría. Mientras duró aquella crisis, este recinto consistió únicamente en los cuatro rascacielos que pasaron a definir el nuevo skyline de la ciudad y a los que mi padre solía llamar las torres de Florentino.

Años más tarde, aquel periodo superficialmente denominado la crisis del ladrillo dio a su fin, y ocurrió algo muy característico de todo ciclo económico español: la esperanza se convirtió en euforia con la misma rapidez con la que unos años antes los malos presagios se habían convertido en miseria.

Los medios hablaban de recuperación económica y, si nos basamos en las estadísticas, podríamos darles la razón. El PIB crecía año tras año hasta llegar a cotas que no se alcanzaban desde los años noventa. Tanto la deuda exterior como la deuda pública se habían visto reducidas gracias a las políticas de austeridad aplicadas por la Unión Europea. La inflación se hallaba bajo control, volvíamos a ser el foco principal del turismo de media Europa y el paro se había reducido sustancialmente. Nuestro gobierno tenía la cabeza bien alta, parecían orgullosos del trabajo bien hecho y se dedicaban a proclamar a los cuatro vientos cómo habían encauzado la pésima situación en la que habían dejado al país sus malvados predecesores.

Sin embargo, esta vez algo había cambiado, ya que esta euforia no afectaba a todos por igual. Tras estas envidiables estadísticas, se hallaba un país roto. A las divisiones territoriales cada vez más latentes, había que añadir la división de clases que la crisis se había encargado de establecer.

Pecaría de simplista si afirmara que esta desequilibrada estructura social fue provocada por los bancos y las grandes empresas. Pero no se puede negar que, cuando estos se dieron cuenta de que se encontraban en el minoritario lado bueno de la balanza, poco hicieron por remediar tal situación. Y eso era lo más frustrante para los afectados: no podían señalar culpables, simplemente podían identificar interesados.

Y cuando a las vicisitudes cargadas a las espaldas del país por estos inevitables interesados añadimos otros tantos peces gordos en el gobierno con altos niveles de corrupción e ignorancia y con nula educación y empatía con el pueblo, el impacto se multiplica exponencialmente. Tras una fachada de país desarrollado, se encontraba una mayoría de la población descontenta, pesimista y lastrada por sentimientos de impotencia.

Y sin embargo, esto no era suficiente para evitar que el pueblo refrendara a nuestros políticos. Estos, llevados de la mano de interesados banqueros y mercaderes, estaban completamente vendidos al capital. Con la austeridad impuesta por Europa como excusa y como principal abanderada en pos de una pronunciada recuperación económica, era la hora de someter a la clase trabajadora.

Tras un corto periodo de crispación social que vio su punto álgido en unas violentas revueltas en la misma puerta del congreso de los diputados, el gobierno vio las orejas al lobo. Aprobaron la Ley de Seguridad Ciudadana, a través de la cual ampliaban las concesiones a las fuerzas de orden público y castigaban con grandes multas y penas de cárcel a aquellos que osaran manifestarse sin permiso, ofender a las instituciones o, simplemente, pasarse de la raya, siempre según el objetivo criterio de la policía.

Esta ley supuso la última estocada a una sociedad que, pese a sus miserias, aceptaba con indolencia tales vejaciones. Las revueltas cesaron de inmediato y las manifestaciones se vieron reducidas a la mitad. Mientras tanto, los políticos, impulsados por la recuperación europea, seguían poniéndose medallas y dando cortos pero firmes pasos en el difícilmente reversible camino que va desde una democracia hasta una pseudodictadura.

Entrados los años veinte, los ciudadanos parecían haber asumido dócilmente la nueva estructura de la sociedad: una mayoría perteneciente a la clase baja que luchaba por llegar a fin de mes, una clase media decreciente y unos pocos ricos aislados del resto del país. Esta desigualdad trajo consigo el inevitable incremento de la criminalidad, hasta el punto de que se consideró el vallado de ciertas zonas seguras, siguiendo el modelo americano.

Y así vivíamos los españoles. De alguna manera nos habíamos acostumbrado a ignorar las decepciones políticas, centrándonos en el trabajo y en las pequeñas ilusiones de cada día. Siendo justos, también teníamos nuestro lado positivo. Pocos países podían presumir de ciudadanos capaces de mantener la sonrisa en tal situación, de vivir el momento, de disfrutar de la compañía, de los interminables días soleados, de la buena comida y de las continuas celebraciones sociales que suministraban aquella única sensación de unión que tanto nos caracterizaba.

Sin embargo, todo tiene un límite. La paciencia de los españoles era como una camisa blanca sobre la cual se apoyaba la copa llena del vino que había embriagado a las clases políticas. Llenándose poco a poco, esta copa se encontraba casi al límite, esperando una última gota que derramase su contenido sobre la impoluta camisa. Dicha gota nunca llegó. En su lugar, la mano inepta y borracha de poder de los dirigentes se ocupó sin más rodeos de empujar la copa torpemente, arruinando por completo la camisa y provocando la ira del hasta ahora adormecido pueblo español.

El día que esto ocurrió se recuerda como el 22-M, y las tres mil personas que ese día murieron se recuerdan como los héroes silenciosos de una revolución que fue tan violenta como necesaria.

 

 

¿Qué tuvo que ver el gobierno con la tragedia del 22-M?

Corría el año 2023 cuando el centro de convenciones más grande de Europa se inauguró en el recinto Cuatro Torres. Por fin veía la luz un proyecto que había tenido que cancelarse hacía más de diez años por la crisis. Ahora, un monstruoso edificio en forma de semicírculo de 120 metros de altura se alzaba por detrás de los cuatro rascacielos del norte de la Castellana. Decían que representaba un sol naciente, y que venía a simbolizar el estado actual de la dinámica economía española.

Poco después, el gobierno decidió construir también un gigantesco intercambiador entre el centro de convenciones y la Torre Alba. ¿Era esto realmente necesario? Hablando en términos prácticos, era una suprema estupidez: la estación de Chamartín, perfectamente comunicada con el aeropuerto y demás puntos estratégicos de la ciudad, se encontraba a la vuelta de la esquina. Nadie parecía verle sentido a esta nueva obra. Pero España parecía haberse convertido en especialista en gastarse millonadas en la construcción de infraestructuras innecesarias, promovidas sospechosamente por alcaldías de dudosa reputación. Aeropuertos inútiles, urbanizaciones fantasma y complejos de oficinas vacíos se extendían a lo largo y ancho del país.

¿Y para que construir un sencillo intercambiador? Parecieron pensar. Mejor contrataremos a un famoso arquitecto que diseñe una especie de cúpula invertida y alargada con pronunciados extremos a modo de proa y popa. Lo llamaremos el Barco, y representará el espíritu del Imperio español del siglo XVI. Asegúrese de que la proa apunta a la gran bola del centro de convenciones, le diremos. Será como si estuviésemos dispuestos a conquistar el mundo otra vez.

¿Pero el centro de congresos no simbolizaba el sol naciente? Respondían los ciudadanos, que parecían preocupadísimos por aclarar si cuando miraban el centro de convenciones estaban contemplando el sol naciente o el planeta Tierra a punto de ser dominado por un barco imperial español.

Mientras tanto el gobierno, una vez más, les estaba tomando el pelo.

Nadie se hubiera dado cuenta de tamaña estafa de no haber sido por el valiente trabajo de investigación de Pablo Navarro, un periodista que ya por entonces se había labrado cierta reputación como divulgador. Desmarcándose de la tendencia a realizar propaganda gubernamental o a adormecer a la población con prensa rosa, charlas futbolísticas e irrelevantes debates entre los famosetes de turno, se dedicó a investigar las verdaderas razones detrás de la construcción del Barco.

Navarro descubrió que la obra del intercambiador, pese a ser un proyecto completamente inviable económicamente, había sido adjudicada a través de un falso proceso de licitación a una de las mayores constructoras del país, cuyos dirigentes habían ocupado puestos en el gobierno años atrás.

Además, había una testigo. Manuela Ramos tuvo sus quince minutos de fama cuando hizo público su relato en el que aseguraba que un ejecutivo de la constructora le había ofrecido una cantidad obscena de dinero a cambio de su voto a favor del proyecto como concejala de Madrid.

Por supuesto, el gobierno lo negó todo. Valiéndose de explicaciones poco convincentes en boca de la portavoz del partido y nunca presentando pruebas en contra, contestaron que Manuela Ramos no era más que una sinvergüenza que se había propuesto derrocar al pobre ejecutivo a base de mentiras fáciles.

Todo se habría quedado ahí, una entrada más que añadir a la interminable lista de los escándalos que afectaron a los diferentes gobiernos españoles en las primeras décadas de este siglo, si no hubiera sido por la tragedia del 22 de marzo de 2029.

 

 

Durante las horas y días que sucedieron a la catástrofe del 22-M, los habitantes de Madrid vivieron la peor pesadilla que se recuerda desde los atentados de Atocha de 2004. El Barco se había derrumbado por el peso de la nieve. Por si fuera poco, el derrumbe había dañado los cimientos de la Torre Alba, provocando también su desplome. Las peores previsiones hablaban de miles de muertos, más todos aquellos que fallecerían atrapados entre los escombros en plena ola de frío.

El pueblo evitó que la catástrofe fuera aún mayor salvando miles de vidas, en un ejemplo de unión y solidaridad sin precedentes. El país se paralizó para donar sangre, recaudar fondos e incluso ayudar a los bomberos a rescatar víctimas, una tarea en la que muchos de los voluntarios perdieron la vida.

Mientras tanto, el programa de Pablo Navarro trabajaba en una investigación que diese respuestas a las inevitables preguntas.

¿Qué había pasado? ¿Había algún culpable?

La ola de frío se fue tan rápido como había llegado. Las montañas de nieve dieron paso a las primeras flores de los almendros madrileños, que fueron testigos de cómo el abatimiento de los ciudadanos se iba convirtiendo en furia. Y fue entonces cuando el programa de Pablo Navarro soltó la bomba: habían conseguido los documentos de subcontratación y los planos de la obra de la construcción del Barco.

Analizados por varios expertos, estos documentos revelaban la poca fiabilidad de la estructura y el uso de materiales baratos y poco adecuados. Aquel techo, ya hundido por diseño, quizá habría resistido las esporádicas nevadas de años atrás. Pero el clima estaba cambiando. Los veranos eran abrasadores, y los inviernos eran extremadamente fríos. ¿En qué cabeza cabía ignorar el efecto de toneladas de nieve sobre una estructura que acogería a cientos de miles de personas a diario? El programa incluía incontables declaraciones de arquitectos nórdicos, polacos y rusos, atónitos ante la enorme negligencia que se había cometido.

El país entero se hallaba sacudiendo sus cabezas ante el televisor, indignados por la incompetencia de la empresa responsable. El programa concluyó entonces con una serie de preguntas a modo de insinuación: ¿Recuerdan la historia de Manuela Ramos? ¿Actuó el gobierno con su integridad? ¿O permitieron que la empresa equivocada se adjudicara la obra del Barco llevados por la avaricia?

La receta del caos estaba servida. A una población decadente en cuya memoria se acumulan los desmanes gubernamentales, apliquemos un tremendo shock, seguido de un fantástico trabajo en equipo a nivel nacional que refuerce la idea de que la unión hace la fuerza. Añadamos desolación por la pérdida de seres queridos, frustración, rabia e impotencia en abundancia, y aderecemos la mezcla con pellizcos de orgullo nacional y salsa agria de la marca Nada que Perder. Metámoslo en el horno junto con unas pocas pruebas irrefutables de la implicación del actual gobierno y pongamos el contador en exactamente quince días. Durante este tiempo puede que dentro del horno se produzcan manifestaciones, crispación, revueltas, violencia callejera, abusos policiales, edificios oficiales en llamas, palizas a políticos, amenazas de muerte a gobernantes, intentos de intervención exterior, temor a un golpe de estado, caídas de bolsa, devaluaciones del euro e incluso cientos de heridos y decenas de muertos.

Pero al final, después de décadas de recolección de los ingredientes y solo quince días de cocción, obtendrá su suculento plato.

El gobierno anunció su dimisión en pleno el 23 de abril de 2029.

 

 

Los años posteriores al 22-M fueron los más conflictivos que se recuerdan desde la guerra civil. Además de los problemas internos, había que sumar aquella lenta desaceleración económica que ya afectaba a la economía occidental. Con el tiempo, estos síntomas se convertirían en una profunda crisis financiera a nivel internacional que se acabaría conociendo como la Larga Depresión.

En el caso de España, a las complicaciones financieras había que añadir una crisis estructural mucho más seria. La falta de un músculo industrial que pudiera mantener al país sobre sus pies era alarmante. El turismo, como siempre, era el único sector que no se hallaba en números rojos, pero se hallaba lejos de poder sostener la economía nacional. Las pequeñas empresas estaban reviviendo la pesadilla de la década anterior y se estaban viendo envueltas en espirales de suspensiones de pagos y liquidaciones. Mientras tanto, una parte ridículamente alta de la población se dedicaba a la política. Los políticos formaban una nueva aristocracia en la que los méritos para acceder no eran más que tener contactos, don de palabra y saber evitar la justicia. No hacía falta tener una carrera o matarse a trabajar para ello, ni siquiera tener un mínimo de cultura general y sentido común. Los perfiles de gente manipuladora sin ningún tipo de valor añadido eran los más demandados del país.

Hasta el 22-M, tal falacia económica se había visto sostenida por los altos impuestos y demás eternas medidas de austeridad que la clase trabajadora aceptaba ciegamente. Por otro lado, no se puede decir que no se lo mereciera: daba la sensación que mientras el pueblo tuviera su ración de fiesta, programas del corazón y fútbol, nadie se iba a pronunciar al respecto.

Duele decirlo así, pero hicieron falta más de tres mil muertes para que el pueblo español despertara de su letargo y comenzara a demandar a sus políticos una gestión eficiente.

Cuando el gobierno dimitió tras el 22-M, los españoles descubrimos un arma que no sabíamos que poseíamos. Trabajando unidos podíamos conseguir metas. Todos y cada uno de nosotros podíamos marcar la diferencia. El mañana no dependía de una masa indefinida, sino que nuestras acciones individuales en coordinación con el grupo afectarían en gran medida el futuro personal de cada ciudadano. El 22-M dio al pueblo español la fe que necesitaba.

Los años treinta no eran un buen momento para convertirse en político español. Las estadísticas eran demoledoras: en los siguientes doce años al 22-M, hubo cuatro gobiernos diferentes al poder, todos ellos barridos de La Moncloa antes de terminar su mandato. Las manifestaciones, las revueltas violentas y las no menos violentas respuestas policiales se convirtieron en el pan de cada día. La agitación social parecía crecer lenta pero inexorablemente y muchos llegaron a pensar lo peor. Solo la falta de una fuerza militar lo suficientemente poderosa evitó que se produjera un golpe de estado, aunque entrados los años cuarenta muchos llegaron a desear que esto sucediera para acabar con la inseguridad que se vivía en las calles.

Aquellos fugaces gobiernos tuvieron un punto en común. Todos ellos cedieron a las exigencias del pueblo hasta cierto punto. Sin embargo, gran parte del daño causado en décadas anteriores era irreversible a corto plazo, lo que significaba que hasta el más honesto y capaz ministro de economía debía rehusar a conceder todos los beneficios que el pueblo demandaba. Por desgracia, la paciencia de los ciudadanos se había agotado hacía tiempo y, como en el cuento del pastorcillo mentiroso, no se creían que el lobo estuviese al acecho. Las protestas crecían y crecían, y los partidos gobernantes tenían miedo. En consecuencia, no solo todos ellos refrendaron la Ley de Seguridad Ciudadana, sino que intentaron ampliarla como pudieron.

Para ello, el gobierno comenzó a hacer uso de la tecnología: aparte de colocar cámaras de seguridad por doquier, decidieron imitar al gobierno chino y convertirse en el primer país europeo en instalar dispositivos detectores y anuladores de glases, guantes inteligentes e incluso teléfonos móviles.

Aquellos detectores anulaban las funciones de video y fotografía de estos dispositivos. En localizaciones clave, incluso inutilizaban la conexión a internet y el uso del teléfono. Las compañías de comunicación se quejaron amargamente e incluso ofrecieron soluciones a los gobiernos, en forma de apetitosas sumas de dinero a cambio de abandonar esta práctica. Sin embargo, por primera vez, los gobiernos tenían más miedo que codicia.

La privacidad y la libertad de expresión que la Constitución aseguraba se vieron completamente violadas. Nos convertimos en un país orwelliano, testigo de una tensión creciente que cada día tenía más difícil solución.

 

 

A pesar de todo, mi infancia transcurrió sin grandes altercados.

La muerte de mi madre había creado un inquebrantable lazo entre mi padre y yo. Siempre anteponiéndome a su dolor y a sus necesidades, mi padre se centró en llenar el espacio que mi madre había dejado y en protegerme de los peligros de una ciudad a la deriva. Gracias a él, crecí completamente ajeno a la realidad que me rodeaba.

Y, también gracias a él, descubrí la astrofísica.

La mañana del seis de enero de 2030, observé obnubilado aquel rectangular aparato gris con un agujero en el centro que acababa de sacar de una caja con mi nombre al lado del árbol de Navidad.

—¿Qué es esto, Papá?

—Es un libro holográfico —contestó.

Acto seguido, bajó las persianas del salón. Como siempre, lo hizo sin mirar por la ventana, como si eso bastara para ignorar el hueco dejado por la Torre Alba.

En cuanto las persianas ocultaron el cegador sol madrileño, ocurrió algo que me dejó atónito.

Una brillante bola incandescente del tamaño de una pelota de playa comenzó a brillar en medio de nuestro salón. Con la boca abierta, escuché incrédulo aquella  voz en off que me decía que aquella bola de fuego era nuestro sol.

Pero la estupefacción no acababa ahí. Poco a poco fueron apareciendo pequeñas bolas que orbitaban a su alrededor. Por lo visto, una de ellas, azul, brillante, y del tamaño de un garbanzo, se llamaba Tierra, y estábamos sobre ella en ese mismo momento. ¡No podía ser! ¿Cómo íbamos a vivir encima de una bola? De hecho, algunos vivían por debajo, decía el libro.

—¿Y por qué no se caen, Papá?

La gravedad, dijo. Incluso siendo el niño más inteligente de la clase, no entendí muy bien cómo funcionaba aquella extraña fuerza. Aun así, me pareció fascinante.

Aquel día de Reyes las persianas del salón no se volvieron a subir. Me senté horas y horas pasando de capítulo y escuchando las explicaciones que acompañaban a aquellos impresionantes hologramas animados que campaban a sus anchas por el salón.

Recuerdo como si fuera ayer cuando la descomunal estrella TJH-216, la mayor hasta ahora conocida, se apareció ante mí desplegando su hipnótica belleza, ocupando la mayor parte de mi campo de visión e iluminando el salón de manera que pareció hacerse de día otra vez. En comparación, el sol se había convertido en un pequeño punto luminoso que apenas se percibía. Y la Tierra a su lado era imposible de ver. Ya a los siete años me asaltó por primera vez la sobrecogedora sensación de la insignificancia de la raza humana.

Solo nuestro gato Goyo parecía no compartir mi entusiasmo. En su lugar, se marchó a su cesta entre maullidos de frustración después de varios infructuosos intentos de dar caza a la pequeña y brillante estrella azul que orbitaba alrededor de otro astro blanco y mucho más grande. Esa fue la primera vez que vi la estrella binaria Sirio.

Día tras día encendía aquel increíble libro y me dedicaba a fantasear a oscuras entre los planetas, asteroides y estrellas que flotaban en el pequeño salón. Soñaba despierto con ser el capitán de una veloz nave espacial que podía recorrer las insalvables distancias entre galaxias en cuestión de minutos. ¡Cuán grande fue mi decepción cuando mi padre me explicó la teoría de la relatividad! Mientras a los niños de mi edad les costaba asimilar que nunca volverían a ver a su tortuga ya que ésta había decidido mudarse al cielo de los animales, yo sufría para aceptar el hecho de que mi nave nunca podría viajar más rápido que la velocidad de la luz. Eso significaba que tardaría ocho años como poco en visitar Sirio con Goyo para que el pobre animal superara su decepción cazando una estrella de verdad. Para entonces, lo más seguro es que mi gruñón gato ya hubiese pasado a mejor vida. Tampoco podría comprobar personalmente si los humanos podían sobrevivir en la atmósfera del exoplaneta Gliese 581 g, a no ser que estuviera dispuesto a pasarme más de veinte años en mi nave. Tras varios días evaluando si merecía la pena, decidí que había muchos planetas por descubrir como para dedicar tanto tiempo en visitar solo uno. Este debate fue reabierto cuando mi padre, al que por alguna razón no le gustaba explicarme todo de una vez, me dijo que la misma teoría de la relatividad de ese tal Einstein aseguraba que si viajaba en esa nave tan rápida no envejecería tan deprisa, y que por tanto podía permitirme pasar tantos años de viaje. Para ti solo pasarán unos meses, dijo. De nuevo, mi entusiasmo inicial se vio truncado cuando me di cuenta de que, cuando volviera de tal viaje, habría pasado tanto tiempo en la Tierra que mi padre ya estaría muerto. Y eso era, con toda seguridad, lo único peor que saber que nunca cumpliría mi sueño.

A los pocos años, ya me había convertido en una auténtica enciclopedia del espacio. Allá donde fuera, me acompañaban los cientos de artículos de astronomía y novelas de ciencia ficción que había guardado en mi lector de libros electrónicos, el cual leía compulsivamente a todas horas.

—Algún día te voy a llevar a un concurso de rapidez de lectura para recuperar todo el dinero que gastamos en descargas de libros—bromeaba mi padre a menudo. La gente solía asombrarse por el hecho de que había configurado el lector para que funcionase a la velocidad máxima. Las palabras se sucedían una tras otra ante mis ojos, de manera que lo único que tenía que hacer era mirar la pequeña pantalla fijamente, como si fuera un programa de televisión. Por lo visto, no era tan normal leer una media de dos libros al día.

Extrovertido no era la palabra que mejor me definía. La imagen que todos tenían de mí era la de un niño serio, gordinflón y siempre con la cabeza gacha, con ese pelo castaño y rizado tapándole los ojos, lo cual no le impedía fijar la vista en aquella pequeña pantalla que atesoraba en la palma de su mano. Mi padre se sentía orgulloso de que me obsesionara con algo educativo en vez de con violentos videojuegos o series de televisión, pero, por otro lado, le preocupaban mis aptitudes sociales.

Mis profesores me alababan por mi inteligencia, pero también se quejaban de mi falta de atención. Lo cierto es que sus explicaciones me parecían tan básicas que siempre me acababa aburriendo en sus clases. Esto me llevaba a sumergirme en un mundo imaginario en el que las fantasías parecían no tener fin.

Recuerdo un día de otoño de 2034 en el que la clase de geografía trataba sobre el Gran Cañón del Colorado. Mi mente automáticamente comenzó a ignorar a nuestra profesora, aquella tristona señora que a sus setenta y dos años aún se veía obligada a seguir dando clase para poder acceder a una pensión de jubilación decente. La señora Valverde nos comenzó a relatar, con su habitual falta de energía, cómo se había formado aquella aburrida formación del Paleógeno. ¿Qué tiene esto de especial?, pensé. Las fuerzas que habían contribuido a formar el Gran Cañón no eran en nada diferentes a aquellas que habían contribuido a la formación de la orografía todos los planetas rocosos. Valles Marineris, ese sí que es el verdadero Gran Cañón del Sistema Solar. Situado en Marte, era doce veces más ancho y diez veces más largo que el de Arizona, lo que significaba que podría cruzar toda Europa, desde Cádiz hasta Moscú. ¿Podré visitarlo algún día? Esto no era tan descabellado, al fin y al cabo el hombre ya había pisado Marte. Es cierto que no se podía calificar aquella misión como un éxito, pero quizá con el tiempo se volvería a intentar. Era más una cuestión de superar el trauma que supuso aquel trágico fracaso que una cuestión de dinero, ya que, aunque la economía internacional no se encontraba en su mejor momento, se habían propuesto formas de reducir el coste de los viajes espaciales. Varias empresas americanas trabajaban en la posibilidad de abrir un centro de construcción de naves espaciales en la Luna. Además de poder extraer todos los materiales necesarios de la misma superficie lunar con la mitad de energía gracias a la baja gravedad, el impulso proporcionado por la doble órbita de la Luna y la Tierra ahorraría miles de litros de combustible. Solo había que esperar al momento adecuado para lanzar el cohete siguiendo el viejo método de Walter Hohmann. Viajar por el espacio usando las órbitas de los planetas no era una idea nueva, ya en 1968 Arthur C. Clarke había imaginado cómo la nave Discovery podría alcanzar Saturno impulsándose en la órbita de Júpiter. Quizá sumando a estos métodos los últimos avances en la tecnología de la antimateria, se podría descubrir pronto cómo  economizar este combustible de manera que un simple viaje a Marte en cinco días no representara un coste inaceptable para un país desarrollado. Eso solo sería el primer paso hacia conseguir viajar cerca de la velocidad de la luz, lo cual ampliaría nuestros posibles destinos mucho más allá del sistema solar, aunque eso sí, todavía sería absolutamente imposible salir de nuestra propia galaxia incluso en una viaje que durara más de mil generaciones. Para ello, solo veía una solución: los agujeros de gusano. Estos hipotéticos atajos habían sido continuamente refrendados en la teoría por los astrofísicos más respetados desde 1916, el único problema es que nunca se había detectado uno. Recibían su extraño nombre de la teoría de que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Así, un gusano tardaría menos en ir al otro lado de la manzana atravesándola que rodeándola. Si aplicamos este principio teniendo en cuenta las dimensiones ocultas del universo, es perfectamente posible que un agujero de gusano atraviese el espacio-tiempo para conectar dos lugares que, vistos desde el hasta ahora únicamente conocido punto de vista del espacio, estarían separados por millones de años luz. Suena a ciencia ficción, pero no sería la primera vez ni la última que la realidad es mucho más increíble. Cuando las tecnologías no permitían al hombre contemplar el mundo en que vivía, se pensaba que la Tierra era plana y el Sol giraba en torno a ella. Era tan de locos pensar lo contrario que muchos fueron asesinados por sus ideas científicas. ¿Por qué hoy en día no aprendemos de nuestros errores y afrontamos lo desconocido de una manera más abierta? Solo así podríamos salir de esta basura en la que hemos convertido a nuestro planeta y poblar mundos mucho más esperanzadores. Y seguro que en alguno de ellos encontraríamos un gran cañón que superara incluso a Valles Marineris, ¡eso sí que sería espectacular!

Mi divagación aún no había concluido cuando me di cuenta de que la clase de geografía ya había acabado. De hecho también habían terminado el recreo y las clases de matemáticas e inglés, y era hora de volver a casa. Fueron las risas y las burlas de mis compañeros las que me sacaron de mi ensoñación y evitaron que continuara sentado en mi pupitre mientras la clase se vaciaba.

—¡Ande, Ande, Andeeee!! —me gritaban en aquel tono burlón tan familiar ya.

Ande era el mote que usaban los demás niños para recordarme lo distinto que era.

Cuando tenía unos tres años y todavía me costaba hablar correctamente, no podía pronunciar bien mi nombre completo, así que en vez de Andrés Grande solía referirme a mí mismo como Ande Ande. Años más tarde, ya en primaria, mi padre cometió el craso error de contar esta anécdota en presencia de Miguel, mi mejor amigo de la infancia. Me sentí vilmente traicionado cuando Miguel les contó tan sumamente embarazoso secreto a varios niños de la clase y el mote se extendió como la pólvora. Aprovechando mi apariencia de niño retraído y con pocas aptitudes sociales, comenzaron a usarlo en combinación con movimientos descoordinados de manos, ojos bizcos o bocas babosas. No había niño en todo el barrio de La Paz que no supiera mi mote y no lo usara continuamente, de manera que en cierto punto realmente llegué a pensar que quizás si tenía cierto retraso mental. Al fin y al cabo, ¿por qué no podía dejar de soñar despierto y concentrarme en lo que hacía como todos los demás?

Estos pensamientos no hicieron más que alejarme de cualquier posible amistad. Aparte de aquel humillante complejo de inferioridad, veía a todos los demás niños como sinvergüenzas sin escrúpulos, dispuestos a clavarme un puñal por la espalda a las primeras de cambio.

 

 

Por suerte, esto cambió cuando conocí a Luna en el verano de 2036.

Me encontraba pasando una semana de vacaciones con mi padre en Suances. El apartamento donde nos alojábamos se encontraba a unos pocos metros de un espectacular acantilado al que me gustaba acudir todas las noches para observar las estrellas con mi telescopio. Una de esas noches, mi calma se vio perturbada por un grupo de chicos y chicas de mi edad que habían elegido aquel lugar para tocar la guitarra mientras se emborrachaban con el vino más barato del supermercado.

Al principio nos ignoramos mutuamente, pero, tras un par de horas, la figura de una chica delgada y con una mata enorme de pelo rizado se dirigió hacia mí con curiosidad. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, en vez de reírse de mí, comenzó a hacerme preguntas y a interesarse por lo que hacía.

—¿Te gustaría ver la luna a través del telescopio? —le ofrecí en cuanto me dijo su nombre.

—Preferiría ver la constelación de cáncer —contestó.

Tras configurar el telescopio, me dispuse a cederle el taburete, pero ella no lo permitió. Se sentó encima de mí con un brazo sobre mis hombros y acercó sus ojos verdes al visor.

Mientras ella observaba las estrellas, yo intentaba decidir qué hacer con mis manos. ¿Debería pasar el brazo izquierdo por su cintura? ¿Apoyar la mano derecha en su rodilla desnuda?

Todavía tenía las manos en el aire como un espantapájaros cuando Luna se volvió hacia mí.

—¿Me estás tomando el pelo? Se ven demasiadas estrellas, esto no es la constelación de cáncer.

—Déjame ver.

Me acerqué al visor y noté las cosquillas que los negros rizos de su pelo me hacían en el cuello.

—Es porque el telescopio te está mostrando El Pesebre, un cúmulo abierto que forma parte de la constelación.

—¿Qué es un cúmulo abierto?

—Oh, no es más que un grupo de estrellas que provienen de la misma nube molecular y que se encuentran tan cerca unas de otras como para verse unidas gravitacionalmente.

—No sabía que la constelación de cáncer tuviera tantas estrellas.

—¿Por qué tienes tanto interés en esa constelación?

—Mi signo del zodiaco es cáncer. Además, dio la casualidad de que nací un día de luna llena mientras la luna transitaba por el signo de cáncer, que es el mismo que la rige. Por eso mi madre me llamó Luna.

—Me alegro de que tu madre no decidiera llamarte Cáncer.

Luna estalló en una carcajada que me hizo sentirme orgulloso de mi sentido del humor.

—¿Crees en el horóscopo? —me preguntó entonces.

—Seguramente habría creído en la astrología si hubiera nacido en la Edad Media. Pero hoy tenemos la astrofísica.

—¿La astrofísica puede predecir tu futuro? —preguntó con desdén.

—¿Puede hacerlo la astrología?

—¡Claro! Aunque, para ser más precisos, lo que hace es definir el carácter de una persona. Si a ese carácter añadimos unas circunstancias, podremos saber a grandes rasgos lo que le depara el futuro.

—¿Y qué te depara el futuro a ti?

—Mi madre siempre decía que formaré pronto una familia y que mi espíritu creativo me llevará muy lejos como artista.

—¿Y crees que tiene razón?

—Se me da muy bien la fotografía. Me gustaría hacer un curso y dedicarme a ello profesionalmente. En cuanto a la familia, es pronto para decirlo, pero la verdad es que soy muy enamoradiza y estoy segura de que encontraré pronto al hombre de mi vida. Tendrá que ser alguien inteligente y con los pies sobre la Tierra, para compensar mi tendencia a fantasear.

Luna me miró fijamente y se acercó un poco más a mí.

¿Cómo podía creer en esas tonterías? Me dispuse a relatarla el experimento de los gemelos temporales, a través del cual dos mil niños que habían nacido en 1958 en el mismo minuto y en el mismo lugar fueron seguidos durante años en busca de datos que delataran un patrón. No se pudo encontrar ninguna característica parecida, y el debate de la astrología quedó cerrado para siempre.

Sin embargo, Luna evitó que abriera la boca mediante un beso.

Aquellas vacaciones me marcaron para siempre. No solo besé a una chica por primera vez, sino que también descubrí que ser el experto en algo que generaba interés en los demás podía proporcionarme la confianza suficiente como para atreverme a salir de mi zona de confort. Aprendí a estar relajado en presencia de los demás, a interactuar como se esperaba de un chaval de trece años e incluso a forjar alguna efímera amistad.

Me sentí más vivo que nunca explicando innumerables curiosidades del universo a Luna, jugando a las cartas con ella y sus amigos en la playa, probando mi primer trago de calimocho o besándola hasta altas horas de la madrugada.

Las vacaciones llegaron a su fin, al igual que mi pequeño romance veraniego y todas las nuevas sensaciones que lo acompañaron. Sin embargo, aquellos destellos de realidad fueron como una droga que no estaba dispuesto a abandonar. Volví a Madrid con la firme determinación de ganarme el respeto de mis compañeros.

 

 

Y lo iba a hacer desde el principio.

Mi estrategia consistiría en formar un equipo. Aquel verano me había enseñado que era mucho más fácil ser respetado y estar protegido cuando uno tenía un grupo alrededor.

Ya el primer día comencé a escuchar las inevitables risas y burlas mal disimuladas a mi alrededor cuando el tutor pronunció mi nombre al pasar lista. Aguanté estoicamente las provocaciones de los abusones de mi clase mientras bajábamos las escaleras del colegio para disfrutar del recreo. Llevaban meses sin verme y habían retomado sus chanzas con mucha energía, pero no iba a dejar que me afectara. Sin inmutarme, salí al patio y comencé a forjar mi plan.

Mi vuelta de reconocimiento fue un éxito. Había chicos marginados por todas partes: empollones, feos, gordos, raros, frikis, afeminados, tímidos y pueblerinos. ¡Ellos iban a formar mi imperio!

En un mes, había conseguido establecer un grupo, siempre y cuando entendamos por grupo un conjunto de bichos raros que se reúnen tímidamente en una esquina del patio para protegerse de la jungla del recreo. No éramos los más populares precisamente, aunque si tuvimos nuestros quince minutos de fama en los que nos apodaron la parada de los monstruos. Pero ya en aquel momento, había conseguido transmitirles un sentimiento de pertenencia al grupo y una cierta capacidad de auto parodia que solo puede venir de la confianza en uno mismo. Así, nos empezamos a autodenominar la Parada.

La Parada fue creciendo en número y, sobre todo, en peculiaridad. Con nosotros estaba Chemita, aquel chico tímido con una sombra permanente en el bigote que vivía obsesionado con el fútbol. No podía evitar torcerse un tobillo o lesionarse la rodilla cada vez que echaba a correr, sin embargo tenía una memoria prodigiosa y podría haber recitado de memoria la clasificación de la segunda división portuguesa en la temporada 2033/34. También cabía destacar a Tomás, condenado a nuestro grupo por los falsos rumores de que sus padres le habían sacado de su pueblo de Ávila por tener sexo con ovejas. Como él solía decir, prefiero no haber tenido sexo con ovejas y que la gente lo piense antes que haberlo hecho y que nadie lo sepa. La verdad es que le gustaba bastante poco la vida en el campo y se había mudado a Madrid persiguiendo su sueño de convertirse en un hacker profesional. Por el momento, ya había conseguido en una ocasión cambiar los horarios de clases en todas las agencias electrónicas de los profesores. Aquel día las clases tuvieron que ser suspendidas, y los rumores de que Tomás era el responsable hicieron crecer la popularidad de la Parada entre los alumnos.

Entre mis mejores amigos se encontraba Borja Periañez, aquel granadino al que llamábamos Peri. Tras una apariencia esquiva y amanerada, se escondía un virtuoso de Galaxy Vessels, aquel juego de estrategia online que en los últimos años había causado furor en todo el mundo sustituyendo al mítico Starcraft. Peri estaba dentro del top 1000 a nivel mundial, y verle jugar era todo un espectáculo. Los conocimientos sobre astronomía adquiridos a través del juego le permitían poder mantener una conversación conmigo, lo cual le llenaba de orgullo. Por alguna razón, me tenía como un ídolo y nunca se despegaba de mi lado. Viniendo de otra persona, me habría molestado bastante, pero Peri sabía mantener la boca cerrada la mayor parte del tiempo y solo hablar cuando se le preguntaba, lo que le convertía en el compañero perfecto para mí.

Y por suerte para la Parada, teníamos a Alexis Mayoral. Ecuatoriano de segunda generación, Alexis era una mole de un metro ochenta y ciento quince kilos, lo cual contrastaba cómicamente con el resto del grupo, que aún no había pegado el estirón. Su cara bonachona estaba horriblemente castigada por el acné, una nube de puntos rojos y blancos que se añadían a todas las cicatrices de antiguas erupciones. Llevaba el pelo rapado al uno, lo que terminaba de conferirle el aspecto perfecto para ser nuestro matón. Sin haberse visto envuelto en una pelea en su vida, su mera presencia ahuyentaba inmediatamente a los abusones de turno.

Alexis estaba obsesionado con las nuevas tecnologías y podía pasarse horas hablando sobre los últimos gadgets del mercado. Hasta el momento de unirse a la Parada, nunca había tenido el dinero ni los medios para conseguir hacerse con los dispositivos con los que soñaba, pero conocer a Peri fue un gran hito para él. Peri tenía cientos de contactos en China y Corea procedentes de su carrera como Sailor (así se denominaba a los profesionales de Galaxy Vessels). Muchas veces, las deudas del juego eran pagadas con bienes físicos, y para Alexis, Peri era la llave para conseguir todos aquellos aparatos del mercado asiático que hasta ahora solo podía admirar en internet.

Alexis era la única persona, aparte de mi padre, que me causaba un mínimo de interés. Sus interminables charlas sobre las últimas tecnologías no hacían más que avivar mi imaginación, siempre orientando las nuevas herramientas hacia la consecución de mi sueño de viajar por el espacio. Él era el único con el que podía pasarme horas charlando e intercambiando conocimientos.

Peri, Alexis y yo, un triángulo de lo más bizarro, constituíamos los líderes de la Parada. Un mastodonte grasiento que perseguía en busca de tecnología a un delicado y afeminado andaluz, el cual no se separaba de mí, un obsesionado aprendiz de astronauta que a su vez sometía al mastodonte a continuos interrogatorios que él aguantaba con la paciencia de un santo.

Éramos los cabecillas y perfectos representantes de la Parada. Chemita, Tomás y los demás bichos raros se apoyaban en nosotros para conseguir protección, reconocimiento social y confianza. Este sistema de simbiosis aguantó varios años. No fueron los alumnos populares los que acabaron con nosotros, ni tampoco los matones, ni siquiera el inevitable paso del colegio a la universidad.

Fue el hecho de vivir en aquel país opresor e intolerante lo que dio fin a nuestro grupo y a nuestra amistad.

Acababa de cumplir diecisiete años cuando ocurrió.

 

 

Era una noche de sábado de finales de noviembre. Tras arduas negociaciones, mi padre me había permitido quedarme hasta las diez por el salvaje y peligroso centro de Madrid para celebrar mi decimoséptimo cumpleaños con Alexis y Peri. A pesar de que no tenía mucho dinero y de que estaba ahorrando para comprarme un nuevo telescopio, decidí invitarles a una pequeña cena en mi bar de tapas favorito en el barrio de Malasaña. Tras ponernos morados de rabas, albóndigas y patatas bravas, me sorprendieron con un increíble regalo.

Era una caja sin envolver que carecía de dibujos. Solo podía ver texto en chino tradicional por todos los lados, entre el cual únicamente pude distinguir la palabra Zhonguacom.

Tras abrir la caja ante la mirada ansiosa de Alexis, aparecieron ante mí un par de lentillas y un diminuto auricular. Viendo mi mirada atónita, Peri se apresuró a darme una explicación antes de que tuviera que preguntar qué narices era aquello.

—Es lo último de lo último. Lo he conseguido a través de un contacto de Pekín que trabaja para Zhonguacom, y eso que no han sido comercializadas ni siquiera en su país. Eso sí, dentro de unos años te aseguro que esto va a ser la bomba.

—Las llaman lentes —continuó Alexis, viendo que las explicaciones de Peri no estaban arrojando ninguna luz—, y son las sucesoras de los guantes inteligentes.

Aquello sí que consiguió llamar mi atención.

—Y… ¿cómo funcionan? —pregunté intrigado.

—¿Te acuerdas de cuando se utilizaban las glases?

—Si, claro —respondí, acordándome inevitablemente de cómo presencié los últimos momentos de la vida de mi madre a través de sus glases. Por aquel entonces, eran el medio principal de comunicación móvil y la inmensa mayoría de la gente poseía unas, excepto los más clásicos que optaban por el teléfono móvil tradicional. Sin embargo, recientemente la tendencia era usar smartgloves, o guantes inteligentes. Lo de guante era meramente un apodo, ya que estaban constituidos por una simple banda sólida de dos centímetros de ancho que rodeaba la muñeca y de la cual salía un tejido que se extendía hasta cubrir los dedos pulgar e índice. Cuando el usuario extendía estos dos dedos, una pantalla holográfica aparecía entre ellos, funcionando de manera similar a la pantalla táctil de un teléfono móvil. Esta idea había comido una importante cuota de mercado a las glases, ya que la práctica de dar comandos de voz a un aparato no terminaba de convencer a los usuarios.

—Funcionan de manera similar a las glases, pero con muchísimas mejoras —prosiguió Alexis— en primer lugar, ya no hay comandos de voz. Los comandos esenciales se pueden hacer a través de movimientos de ojo o de cabeza, mientras que la introducción de texto o navegación por internet…

—¡Eso es lo más increíble! —le interrumpió Peri, cuyo entusiasmo no se quedaba atrás—. Las lentes proyectan un teclado y una pantalla en tu campo de visión, donde tú quieras. ¡Venga, pruébalo!

Movido por la curiosidad, me puse rápidamente las lentes. Inmediatamente, un texto con las palabras Bienvenido Ande se apareció ante mis ojos, seguido de un vídeo con varios chinos y chinas sonrientes mostrando todos los usos de las lentes. Peri me colocó torpemente el pequeño auricular en la oreja derecha y comencé a escuchar una música machacona.

Una vez acabado el video, pregunté a mis amigos qué se suponía que debía hacer.

—Mira hacia tu mano y parpadea dos veces —dijo Peri.

Tras efectuar aquel simple comando, las lentes proyectaron un teclado sobre la palma de mi mano izquierda y un menú con iconos por encima. Parecían reconocer mi mano, de manera que la imagen seguía pegado a ella aunque la moviera. Al cerrar la mano, el menú y el teclado desaparecían.

Comencé a mover el dedo índice de mi mano derecha por encima de mi mano izquierda, donde veía el menú proyectado. Era parecido a usar un guante inteligente, con la diferencia de que no llevaba nada puesto en la mano. Comprobé que la pantalla podía hacerse tan grande como quisiera sin perder un ápice de calidad. Probé cómo navegar por internet, jugar al Tetris y hacer una corta llamada de teléfono a mi casa.

—¡Es increíble! —Desde fuera probablemente parecía un loco moviendo las manos en el aire, pero desde mi punto de vista estaba viviendo una experiencia única.

—Y aún no sabes lo mejor —dijo Alexis mientras miraba de reojo a Peri con una sonrisa cómplice—. Las lentes usan un protocolo de comunicación distinto a los que usan los dispositivos españoles.

—¿Por eso funciona tan bien la navegación por internet? —pregunté.

—Exacto. Así que imagínate —Alexis bajó la voz—. También significa que puedes grabar todo lo que ocurre en la calle sin ser detectado.

Su énfasis en la palabra todo parecía indicar que tenía algo específico en mente.

—Que conste que yo estoy en contra de esa idea —intervino Peri, que desde hacía unos segundos no parecía tan entusiasmado.

Viendo mi cara de confusión mientras intentaba comprender a donde quería llegar, Alexis se acercó hacia nosotros y, hablando más bajo todavía, anunció su plan con una sonrisa torcida.

—Vamos a grabar tetas.

 

 

A mis diecisiete años, lo más cercano a un acercamiento sexual que había experimentado fue cuando la chica más popular del colegio tropezó y cayó encima de mí en las escaleras, aterrizando con su sugerente escote en mi cara y provocando una erección que fue objeto de mordaces burlas durante meses. Luna no había vuelto a dar señales de vida, y el resto de chicas a las que alguna vez había reunido el valor suficiente para hablar no parecían muy interesadas en escuchar mis curiosidades del universo.

Pero, a pesar de mis rarezas, seguía siendo un chico adolescente, y la falta de éxitos en este terreno no hacía más que exacerbar mi curiosidad sexual. Por ello, cuando Peri se opuso a la propuesta de Alexis y me tocó a mí dar el o el no que resultaría decisivo, no tuve que pensar demasiado.

La calle Montera se encontraba en pleno centro de Madrid y había sido el foco de la prostitución madrileña desde hacía décadas. Irónicamente, desde que las fuerzas de orden público vieron aumentada su influencia y fueron protegidas por la ley, esta calle se convirtió en un lugar mucho más peligroso. En España, la prostitución representaba un vacío legal que, por alguna razón, ningún gobierno se había atrevido a atajar. Por un lado, las prostitutas no podían ser dadas de alta en la seguridad social ni pagar impuestos, pero tampoco se las consideraba ilegales. Cualquiera estaba en su derecho de vender su cuerpo, si así lo deseaba. No obstante, era la actividad del proxeneta la que conllevaba multas económicas y penas de prisión. Cuando la policía ejercía su labor honestamente, la trata de blancas era un problema relativamente pequeño en España, ya que no muchos se atrevían a desafiar la ley. Sin embargo, en los últimos años la corrupción policial en forma de sobornos por parte de los proxenetas había crecido como la espuma, generando un entramado de prostitución y violencia que era más que obvio en puntos como la Casa de Campo o la calle Montera.

No era mi intención acostarme con una prostituta, pero la curiosidad por acercarme a un mundo desconocido pudo más que el sentido común. ¿Que tenía de malo probar la cámara de mis nuevas lentes mientras paseaba por una céntrica calle de Madrid? Nadie se daría cuenta y en menos de un minuto habríamos salido de esa calle con un vídeo que haría las delicias de nuestras calenturientas mentes adolescentes.

Salimos enseguida del restaurante y recorrimos la calle Fuencarral haciendo varias pruebas de vídeo para asegurarnos de que funcionaba. La sensación de poder grabar en pleno centro de Madrid era nueva para mí, y me gustaba. A medida que nos acercábamos al final de la calle, iba creciendo la excitación y las risas nerviosas por parte mía y de Alexis, y los suspiros y maldiciones por parte de Peri. Cuando llegamos a la esquina con Gran Vía y el bullicio de la calle Montera comenzó a llegar a nuestros oídos, parpadeé dos veces. Un menú ocupó las partes superior e inferior de mi campo de visión y un puntero en forma de estrella fugaz comenzó a moverse en función de donde dirigiera la mirada. Todavía no controlaba muy bien aquella función, pero conseguí, tras un par de intentos, colocar el puntero sobre el icono en forma de punto rojo a la vez que parpadeaba dos veces de nuevo. La palabra REC apareció en la esquina superior izquierda de mi campo de visión. Estaba grabando.

Unos metros más adelante, dio comienzo el show.

—Ande, fíjate en aquella rubia. Mírala bien cuando pasemos —susurró Alexis.

Peri nos seguía apesadumbrado. Había sido el único en votar en contra de esta idea, pero no se podía negar a acompañarnos. Lo recogía el artículo 29.E del código de amistad de la Parada: La realización de actividades clasificadas de riesgo será sometida a votación por el grupo. En caso de que se elija acometer la actividad, deberán participar en ella todos los miembros de la votación, independientemente de si votaron a favor o en contra. Él mismo fue el promotor de dicho artículo, argumentando que, por mucho que alguien no esté de acuerdo en correr ciertos riesgos, la obligación de proteger a sus amigos siempre estaría por encima.

—Ahora mira a tu izquierda, Ande. Madre mía, no te puedes perder la que va vestida de Caperucita Roja —continuó Alexis, que estaba tan emocionado como un niño de ocho años que entra en una tienda de caramelos por primera vez.

Tras los primeros segundos de nerviosismo, yo también empecé a disfrutar de nuestro paseo. Los chulos, tan intimidatorios al principio con sus músculos llenos de tatuajes al descubierto y sus miradas desafiantes, no parecían darse cuenta de que estábamos grabándolo todo. Poco a poco mi atención dejó de centrarse en la amenaza de los proxenetas para dirigirse hacia algo mucho más atractivo. Asiáticas de caras angelicales, rusas de piernas interminables, escotes imposibles, miradas sugerentes… ver todo esto fuera de una pantalla de ordenador era algo increíble. ¿Cómo podía haberme pasado años sin experimentarlo? Ahora que estoy aquí, tengo que aprovecharlo, pensé. No voy a dejarme ni un detalle sin grabar. 

—Ande, ten cuidado. No mires tanto. Creo que los chulos se están cabreando —susurró muy serio Peri, que a estas alturas se encontraba pálido como un fantasma.

—No hagas caso, son imaginaciones suyas —intervino Alexis—. Estás acojonado, ¿eh, nenita?

Seguimos andando muy lentamente en dirección Sol, fijándonos obsesivamente en todas aquellas bellezas exóticas que nos rodeaban. Mi imaginación echó a volar en rumbos a los que no me tenía acostumbrado. Viajes espaciales, agujeros negros, planetas recónditos… Todos ellos se vieron sustituidos por fantasías sexuales más vívidas que nunca.

Llevaba unos seis minutos de vídeo y una erección de campeonato cuando me di cuenta de que una de las prostitutas que se encontraba frente a mí me era tremendamente familiar.

¿Luna?

 

 

No cabe duda, es ella. A pesar del exagerado maquillaje, nunca podría confundir esos vivaces ojos verdes, esa nariz aguileña, ese abundante e ingobernable pelo rizado y esos finos labios que una vez me besaron con fruición.

¿Así, sin más? Un día eres una niña que veranea en Suances con su familia y antes de darte cuenta estás vendiendo tu cuerpo en la calle más sórdida de Madrid. ¿O hay un proceso y una explicación lógica para todo esto? ¿Se habría visto forzada a aceptar este trabajo? ¿Habría sospechado aquella dulce niña de catorce años el destino que la esperaba? Y de repente otra idea asalta mi mente: ¿cuán diferentes son las demás chicas de Luna? Las fantasías que acabo de tener nunca se me habrían ocurrido con ella, ¿qué han hecho las demás prostitutas para merecerlo? Probablemente ellas también hayan sido en su momento adorables niñas con grandes esperanzas de futuro, pero algo se ha torcido en su camino… Y aquí estoy yo, denigrándolas mentalmente sin ningún tipo de pudor. De repente me siento sucio, quiero apagar el video y salir corriendo de este lugar.

 

 

Lo siguiente que recuerdo es cómo un enorme hombre peludo con cara de pocos amigos me sostiene en el aire agarrando el cuello de mi sudadera, como si fuera un trofeo. Se prepara para propinarme un cabezazo, pero se ve interrumpido por un colega suyo.

—Huargo, contrólate. Es solo un niño.

—¿Te gusta mirar a mis putas? —me grita Huargo con un marcado acento rumano, y varias gotas de saliva aterrizan en mi ojo cuando pronuncia la última palabra.

Estoy demasiado aterrorizado para contestar, así que el chulo me levanta aún más y repite la misma pregunta una y otra vez hasta que el otro hombre se acerca de nuevo y le susurra algo al oído que parece calmarle. Sin ninguna delicadeza, el rumano barbudo me devuelve al suelo y se da la vuelta.

El segundo hombre se acerca hacia mí. Viste indumentaria deportiva, es mucho más delgado y su bigote ridículo apesta a tabaco. No parece tener ni la mitad de fuerza, pero su voz, aun siendo mucho más calmada, suena igual de amenazadora.

—Has ofendido a mi amigo, chico. ¿En qué cojones estabas pensando? Tienes suerte de que me encontrara junto a él. Ahora podemos solucionar todo esto de una manera mucho más amistosa.

—¿Solucionar el qué? – contesto desesperadamente.

—No te hagas el listo conmigo, enano de mierda. ¿Crees que puedes quedarte mirando a nuestra pobre chica como un puto depravado e irte sin más a pelártela a tu casa?

—No, yo no…

—Joder… —el hombre mira hacia abajo y cierra el puño, aguantando el impulso de abofetearme. Después de un largo suspiro, prosigue—. A ver, como te dije, vamos a hacer un trato. Por mi parte, me comprometo a no dejar que mi compañero te de una paliza. Pero como comprenderás, no puedo dejar que la paja te salga gratis. ¿Me entiendes?

De alguna manera consigo asentir con la cabeza y preguntar por el precio entre balbuceos.

—Nos debes doscientos euros. Y por ser completamente legal contigo, si decides llevarte a nuestra chica, solo tendrás que pagar cien más. Es el precio habitual.

—No quiero llevarme a la chica.

—Entonces ya sabes lo que me debes.

Mi mente no tarda mucho en darse cuenta de que perder doscientos euros significaría renunciar al telescopio para el que llevo meses ahorrando. Gastarme todo mi dinero en un proxeneta sin escrúpulos nunca había formado parte de mis planes.

En condiciones obvias de inferioridad física, lo único que puede salvarme es pensar algo inteligente. Aquel hombre parece peligroso, pero su penetrante olor a vodka indica que no se encuentra demasiado sobrio. Lo más seguro es que los tres podamos ganarle en carrera, pero para eso necesitamos estar lejos de esta calle. De lo contrario, cualquier proxeneta podría cortarnos el paso.

—Señor, yo… siento mucho el malentendido. No tengo ningún problema en pagarle, pero necesito sacar dinero de un cajero automático.

—¡Huargo! – grita volviéndose hacia el matón de los hombros peludos—. Acompaña a estos mocosos hasta el cajero de la calle Aduana y que te paguen allí.

Mierda, pienso, no va a ser tan fácil. Aun así, estoy bastante seguro de poder correr más rápido que el tal Huargo, por lo menos hasta llegar a la siguiente calle, donde estaremos seguros.

Somos acompañados hacia la calle Aduana, yo agarrado de la nuca por Huargo y Alexis y Peri siguiéndonos detrás de cerca.

La estrecha calle Aduana está lejos de encontrarse tan despejada como yo me la había imaginado. Por lo visto las fronteras del territorio proxeneta se amplían a estas horas de la noche, y todavía pueden verse varios grupos de prostitutas y narcotraficantes en los alrededores de algunos turbios locales desde los que se escucha una música estridente.

Quedan unos veinte metros para llegar al cajero, desde el cual hay otros cincuenta hasta el final de la calle, donde se adivina un tipo de ambiente muy distinto: jóvenes de fiesta, familias paseando, incluso algún coche de policía. Aquella calle podría ser nuestra salvación.

En cuanto llegamos al cajero, Huargo me suelta el cuello para que mi CNI sea identificado. En ese momento, me vuelvo y le asesto un puñetazo con todas mis fuerzas en sus partes nobles. Acompaña tus golpes con la inercia de tu cuerpo. Cuanto mayor sea la cantidad de materia que es empujada hacia adelante, mayor será la energía cinética del proceso. Solo soy un enclenque empollón, pero si tengo que defenderme lo haré de manera efectiva.

Huargo se dobla aullando de dolor y retrocede lo suficiente como para que yo pueda gritar.

—¡Corred!

Salgo huyendo de allí como alma que lleva el diablo, seguido de cerca por Alexis y Peri.  A partir de aquí todo ocurre muy rápido.

Al fondo de la calle Aduana, en la perpendicular calle Virgen de los Peligros, se ven varias motos aparcadas. Una pareja se está abrazando al lado de una de ellas. Los dos tienen el casco puesto, y en medio del frenesí de mi carrera me da tiempo a pensar en lo incómodo que debe resultar aquel abrazo. Concentro mis ojos en la pareja y el resto de mi cuerpo en moverse lo más rápido posible hacia ella. Me encuentro a pocos metros ya de mi objetivo, cuando de repente una enorme furgoneta azul entra rugiendo como una exhalación en la calle, tapando la visión de la feliz pareja y abalanzándose sobre mí. Los reflejos que tan bien me han funcionado hasta este punto de la noche me traicionan y no puedo hacer más que quedarme petrificado, como un ciervo en una carretera ante las dos luces que se aproximan inexorablemente.

Por suerte, los reflejos del conductor son mejores que los míos y la furgoneta frena violentamente hasta detenerse a tan solo unos centímetros de mí. Tras unos instantes de asimilación, recuerdo que se está produciendo una persecución detrás de mí. Justo en ese momento veo a Peri saliendo de la calzada a mi derecha, sorteando milagrosamente los pilotes negros de metal colocados cada metro, para pasar a correr por la acera hasta el final de la calle.

Al volverme, una vez más, aquellos abdominales cubiertos por una camiseta amarilla de licra invaden mi visión. Esta vez la camiseta se encuentra empapada de sudor, de manera que puede adivinarse un extenso bosque de pelo rizado en su interior. Levanto la mirada y lo que veo me deja petrificado por segunda vez en menos de diez segundos.

El enorme y peludo brazo izquierdo de Huargo se alza en el aire y se dispone a asestarme un golpe a mano abierta que hará que el atropello de la furgoneta parezca una caricia.

Justo en ese momento, Alexis aparece por detrás para agarrar aquel inconmensurable brazo, que ya no parece tan grande al lado del de mi amigo. Alexis retuerce el brazo de Huargo hacia abajo para luego subirlo a la altura de sus omoplatos, a la vez que agarra al chulo por su barba con la mano derecha, tira hacia arriba y luego hacia atrás. Este movimiento parece inmovilizar a Huargo, que blasfema y lanza inofensivas patadas mientras Alexis le mantiene en una ridícula posición arqueado hacia atrás. Consigo por fin desplazarme unos metros cobardemente hasta llegar a la acera mientras observo incrédulo aquella cómica escena que contrasta con la sordidez que ha teñido los últimos minutos de la noche.

En ese momento, dos policías salen de la furgoneta que casi me ha atropellado segundos antes. Respiro con alivio pensando que todo ha terminado.

Los dos policías se dirigen hacia mi amigo y le instan a soltar a Huargo pacíficamente. Alexis hace caso de inmediato. En ese momento, el furibundo gorila se vuelve y le asesta un puñetazo en la mandíbula que le manda al suelo con un giro de película en el aire. Los policías corren hacía el chulo, pero en vez de detenerle, intercambian unas palabras con él. Acto seguido todos ellos se acercan a Alexis, que se halla tirado en el suelo escupiendo sangre, y comienzan a asestarle una serie de salvajes patadas entre los tres.

Los guturales gritos de dolor de Alexis jamás se borrarán de mi memoria, pero lo realmente terrorífico es cuando mi amigo deja de gritar y lo único que puedo oír son los impactos de las botas contra su cuerpo.

 

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